![]() |
Franz Beckembauer. 1974. |
El
fútbol tiene una frase impronunciable: “Alemania está perdida”.
Fragmento
tomado del libro “Dios es redondo” de Juan Villoro
El
mundial de Suiza, en 1954, se celebró para atestiguar el triunfo de Hungría.
Aunque en 1950 Brasil había perdido en casa contra todos los pronósticos,
ningún Mundial ha tenido una favorito más claro. La selección húngara no había
perdido un juego en cuatro años y medio. En su camino al mundial, Hungría le
ganó a Inglaterra 6-2 en Wembley y 7-1 en Budapest. Fue memorizada por
aficionados que jamás conocerían el Danubio, pero sabían lo que Kocsis,
Hidekuti y Bozsik llevaban en los pies. El sol en torno al cual giraban era
Ferenc Puskas, capaz de anotar de zurda a 35 metros de la portería. Se puede
decir que la Hungría del 54 fue el primer equipo en practicar con coherencia la
formación 4-2-4, en darle valor a los mediocampistas y entender que el centro
del terreno puede ser una factoría de goles. El portero, Gyula Grosics,
anticipaba el fútbol futuro: usaba los pies para colocar pases de calibrada
precisión. A excepción de Hidegkuti, las estrellas húngaras jugaban en el
equipo del ejército, el Honver. Se conocían desde hacía mucho y practicaban de
común acuerdo otros deportes para fortalecerse. Una utopía comunista en plena
cancha. De manera esperada, los húngaros anotaron 17 goles en sus primeros dos
partidos en Suiza 54. Lo más significativo es que el segundo partido fue un 8-3
ante Alemania, con Puskas lesionado. Cuando estos dos equipos volvieron a
encontrarse en la final, nadie podía esperar un resultado adverso a Hungría.
¿Qué tenía Alemania para frenar el destino? Lo que siempre ha tenido en la
hierba: la capacidad de trasformar el calvario en épica. Su capitán, Fritz
Walter, era un veterano de 33 años con fobia a los aviones. Había sido
paracaídista en la guerra y vio morír a su mejor amigo en un accidente. Lo
acompañaba un puñado de jóvenes de la Alemania en ruinas. El entrenador, Sepp
Herbenger, era uno de esos excéntricos profundamente racionales que cada tanto
produce Alemania. En el primer partido contra Hungría presentó una alineación
sorprendente, como si descartara de entrada toda posibilidad de victoria y no
quisiera cansar a sus titulares. Sin embargo, sus declaraciones no confirmaron
esta suposición, que en el fondo lo favorecía. Cada vez que le preguntaban por
el destino de un partido, decía: "El balón es redondo", como si todo
dependiera del azar de Dios en el césped. Puskas estaba lesionado y mucho se
especuló acerca de su comparecencia en la final. En un gesto que algunos
interpretaron como una capitulación adelantada, los alemanes le ofrecieron
asistencia médica, que fue rechazada con altivez. La gran inspiración de
Herbenger ocurrió en vísperas de la final. El entrenador alemán explicó con voz
seca y paciente que en condiciones normales el equipo magiar era superior, pero
si llovía , las cosas podían ser distintas. De acuerdo con Victor Hugo,
Napoleón perdió en Waterloo porque la lluvia arruinó su virtuosismo de
artillero y sus cuidadas de caballería. El mal clima favorece a los que se
adaptan al lodo y al desorden. Cuando Herbenger recibió en su palma una gota de
agua, supo que la final de Berna sería un duelo de trincheras, una oportunidad
para el coraje. Recordemos la voltereta más famosa de la historia. Hasta la
fecha, ninguna final ha sido tan sorprendente. en forma esperada, Hungría anotó
dos goles en ocho minutos. El capitán Fritz Walter reunió a sus jugadores y les
dijo algo que nadie oyó y nunca se supo. ¿Qué podía comunicar ese hombre que no
podía oír el ruido de un avión sin venirse abajo? ¿Cuál fue su agónico despacho
de guerra? La película El Milagro de Berna narra las numerosas expectativas que
desató ese partido: para unos representaba la constatación del desastre alemán
después del delirio nazi; para otros, la recuperación del júbilo. Todo empezó
mal, pero todo estaba por cambiar. Por esos años nació un niño llamado Gary
Lineker, que crecería para anotar goles en nombre de Inglaterra y decir:
"El fútbol es un juego sencillo en el que 22 jugadores disputan un balón y
al final siempre gana Alemania". De haber jugado diez partidos contra
Alemania, posiblemente Hungría habría ganado nueve. Pero ese día llovió y
Alemania se supo alimentar de los problemas. La final terminó 3-2, a favor de
los reyes trágicos del balompié. Suspendamos el relato para que comparezca un
concepto que involucra a la historia de las mentalidades y tal vez a la trasmigración
de las almas: la tradición. A menudo sucede que un equipo pierde en un estadio
por la sencilla razón de que siempre ha perdido en ese estadio. De poco sirve
que llegue en 20 partidos y con un centro delantero al que Nike le fabrica
zapatos dorados. El azar o los dioses o los canijos vientos hacen que pierda en
esa cancha. El determinismo de la tradición futbolística resulta abrumador.
Puede suceder que todos los que fueron derrotados la vez anterior ya estén en
otros equipos o se hayan retirado: sin embargo, aunque los nuevos integrantes
no compartan con ellos otra cosa que la camiseta, la tradición llega a
arrebatarles balones decisivos. A veces estos mitos se derrumban, pero cuesta
mucho sobreponerse al fútbol espectral. Algo así ocurrió en 1974 y 1978. En el
Mundial de Alemania, Holanda jugaba de maravilla pero carecía de la tradición
que se adquiere haciendo gárgaras amargas. Alemania Federal cargaba con un
juego predecible y mucho lastre; perdió contra Alemania Democrática, le ganó a
duras penas a Chile, padecía la presión de un público que no veía por dónde
encontrar motivos para ser pangermánico. Parecía difícil que se impusiera. Pero
Alemania estaba apoyada por las sombras largas de los muchos que sufrieron en
su nombre. Su capitán, Franz Beckenbauer, era el joven líbero que había
deslumbrado en Inglaterra 66. Nadie ha tenido mejor postura en la cancha ni ha
corrido sin balón con un garbo tan amenazante. Cuando Heidegger, que no sabía
nada de fútbol, fue a un partido, le asombró el determinismo con que corría un
joven novato, un jugador tocado por el destino. Era Beckrnbauer.
En los
mundiales anteriores, el capitán de Alemania había sufrido lo suyo. En Inglaterra
66 vio cómo la copa se les iba con un gol fantasma (el abanderado soviético que
decidió la jugada confesó que había normado su criterio por la gestualidad: el
portero alemán lucía abatido y el delantero inglés alzó los brazos; esta iconografía
del triunfo le resultaba tan familiar que la aceptó como sustituto de lo que no
había visto). En México 70 Alemania perdió el “Partido del siglo” ante Italia y
Beckenbauer jugó con el hombro zafado, portando un vendaje de herido de la Gran
Guerra.
En cambio,
Holanda estaba contenta. Los futbolistas anaranjados bebían buen vino, fumaban un
cigarrillo o dos en el descanso del partido, recibían las visitas de sus
esposas o sus novias. Los alemanes llegaron a la final como deportados del
frente ruso. Naturalmente, ganaron el partido.
¿Y
qué decir de los argentinos de 1978? Perdieron contra Italia ante su público y
golearon a Perú con alta dosis de sospecha. Pero representaban al país de Di Stéfano, Sívori,
Pedernera y otros genios que nunca ganaron mundiales, pero debieron hacerlo. Los
once de Menotti corrían impulsados por deudas acumuladas durante varias
generaciones.
Nadie
puede calibrar el sufrimiento histórico que desequilibra los partidos. Si un
defensa sospecha que su esposa lo engaña con su compadre mientras él está
concentrado en un hotel, ese sufrimiento es real pero no histórico. Al día
siguiente anotará un soberbio autogol. En cambio, el dolor de los que antes
estuvieron en la misma situación potencia como un compuesto hecho de hierro de
los tiempos. La gran epifanía en la película sobre la vida del Rey Pelé es el
momento en el que, siendo niño, oye por radio la final de 1950 y atestigua la
derrota de los suyos en el Maracaná. De esa fisura surgió la voluntad de regate
y toque prístino que le permitirían conquistar tres veces la copa que perdió en
su infancia.
En cambio,
¡qué trabajo cuesta que Holanda se preocupe! En la Eurocopa 2000 fue la
selección mejor afeitada del continente. Como jugaba en casa, las gradas se
llenaron de alegres trompetistas. Un marco perfecto para un amistoso, no para
la guerra. Cuando Kluivert falló dos penaltis en el mismo partido, las cámaras
enfocaron al Príncipe de Holanda: sonreía con un dichoso gesto de kermés. La escena
revela la poca repercusión que un lance fatal tiene en los Países bajos
No vamos
a encomiar aquí la antropología del desastre; digamos, tan solo, que en Brasil
una situación equivalente hubiera llevado a miles de sacerdotisas a decapitar
gallos a mordiscos y algunos discapacitados a arrojarse al mar con sus sillas
de ruedas. Holanda sólo ganará el mundial cuando sea menos feliz y se deje
afectar por complejos y frustraciones que hasta ahora desconoce.
Tomado de: Dios es redondo.
De: Juan Villoro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario