ÉRAMOS, en efecto, UN EQUIPO PARADÓJICO: mientras ignotas fuerzas de orden metafísico guiaban a nuestro goleador, los demás nos entregábamos al desorden por las noches, con las habitaciones del hotel inundadas de humo y de música de Jimi Hendrix. Nos volvimos indisciplinados, caprichosos y nos convencimos de que la revolución se hacía con poco aseo, de que la nueva era brotaría del pelo descuidado y la falta de higiene. Poco profesional, ciertamente. Pero allí estábamos, en la segunda jornada de la liguilla, con la oportunidad de conquistar una porción de dignidad frente a un nuevo rival, esta vez el combinado de Corea Norte.
Los jugadores de esta selección no llevaban el cabello largo, no se habían sumado a la fiesta de la era del Acuario, de la libertad sexual y de la paz. Eran como autómatas, y lucían un corte de pelo militar bastante apurado, a diferencia de los chinos, los anfitriones del torneo, a los que se les permitía al menos una media melena acorde, en parte, con el signo de los tiempos. También China era, parcialmente, la patria de los melenudos, y en este rasgo se podría cifrar la diferencia entre una y otra dictadura: más militarizada la de Corea del Norte, más robótica, mecánica y hueca la vida de este país, el fútbol de este país. Había que ver a los coreanos en la ceremonia de los himnos nacionales; ellos, tan iguales, tan marciales y firmes; nosotros, melenudos, unos muy grandes y otros muy pequeños, desgreñados, incapaces de mantener la disciplina de la línea recta. Felices.
Comenzamos marcando nosotros, un lanzamiento directo que Bangar no quiso ejecutar y que el rapado Balaji resolvió con eficacia, superando la barrera coreana y colocando el balón bajo, pegado al palo corto, que es el palo favorita del diablo. Pero el zarpazo no le hizo sange a Corea. Aquellos tipos, más militares que atletas, no eran humanos, sino perros amaestrados, disciplina pura. Yo creo que escuchaban la música del Coro del Ejército Popular de Corea por dentro de la sangre, que llevaban la ideología del Partido en el torrente sanguíneo. Nuestro primer gol no solo no amedrentó a aquellos autómatas, sino que arrancó su maquinaria de guerra y apretaron fuerte durante toda la primera parte. Tanto que apenas conseguimos pasar de los tres cuartos del campo. Estábamos tan ocupados en defender que no teníamos tiempo de elaborar un triste ataque. Hacíamos una par de combinaciones, luego perdíamos el balón y, finalmente, volvíamos a recular. Son extraños los engranajes del pesimismo; mientras más balones se perdían, más se desplazaba hacia atrás la línea defensiva y más aislado y sin posibilidades quedaba Bangar, a la altura del círculo central, rodeado por dos marcadores; y mientras más se retraían los nuestros para achicar espacios, mayor era la demanda salvífica dirigida exclusivamente a nuestra estrella. A él se le entregaba toda la carga de la salvación, al elegido que trajo desde Europa la sabiduría de la melena. Y por una especie de consenso telepático, tejido con gestos de fatiga y desesperanza, los muchachos escogieron la vía fácil y comenzaron a bombear balones desde la mitad de su campo. Qué podía hacer Bangar, si su soledad era aterradora. Los chicos le enviaban un pedrada, Bangar corría como conejo, se daba de codazos y rodillazos con la defensa rival, y finalmente, perdía el balón, momento en que los nuestros se tiraban de nuevo hacia atrás. Tácticamente hablando, se trataba de una salida chapucera, pero recordemos que el míster no decía gran cosa sobre táctica; hablaba mucho sobre el fútbol, eso es cierto, hablaba sin parar sobre el encuentro, pero no decía una palabra sobre este encuentro, sobre cada encuentro.
En este deporte nuestro, la desesperación rara vez da frutos, y aquella tarde había un enorme flujo de desesperación que como la torre de un campanario apuntando hacia el cielo, se dirigía directamente hacia arriba, hacia Bangar. En el minuto treinta y uno los coreanos ya habían empatado el encuentro (lo celebraron de una forma ritual, sin emoción alguna), y a falta de tres minutos para el fin de la primera parte le dieron la vuelta al marcador con una jugada de estrategia, un lanzamiento indirecto de falta que, seguramente, habían ensayado hasta el agotamiento, como soldados espartanos.
En el descanso me dirigí a Bangar. Creo que era la primera vez que lo hacía, así que fui directo al grano: le revelé mi perplejidad; cómo podían ser tan fieles sus copias; cómo conseguía que sus goles de hoy fueran imitaciones perfectas de los goles del pasado. Su respuesta fue que, en lugar de copiar goles del pasado, su sueño era que copiaran los suyos en el futuro.
- Pero no soy Pelé – se lamentó.
LA SEGUNDA PARTE CONTRA COREA siguió el guión previsto: faltas técnicas, distracciones de tiempo por nuestra parte, balones largos dirigidos a Bangar, gol de los coreanos al minuto diecinueve (era el tercero), la melena de Bangar agitándose en el centro del campo, disputándole balones a los zagueros, buscando un resquicio para la salvación. Si empatábamos, aún dependeríamos de nosotros para pasar a la siguiente ronda. Había llegado la hora de que los apóstoles de la melena doblegaran al ejército futbolístico de Corea, a todos los ejércitos futbolísticos, a todos los ejércitos. Nuestro juego alegre, desordenado, tenía que resurgir, salir de la caverna de la defensa y encender las antorchas de la alegría. Y, en efecto, la suerte favoreció a la causa de los melenudos en el minuto treinta y siete de la segunda parte: Bangar recibe una carga dentro de área rival y se tira al césped. El árbitro muerde el anzuelo y concede el penalti. Quién podía lanzar la pena máxima, sino nuestro héroe.
Desde el banquillo, puestos en pie, vimos a Bangar ejecutar aquella oportunidad salvífica. Ajustó el balón al palo derecho del cancerbero, pero este adivinó la trayectoria. Por un instante, nuestro corazones se volvieron de arena, se deshicieron en el pecho, blandos, inútiles, como si no quisieran latir más. El balón impactó contra la base del poste y salió hacía fuera. Pero con tan buena fortuna que golpeó en la cabeza del portero rival y regresó a su dirección primera, traspasando, esta vez sí, la línea de meta. Alguien desde arriba nos ayudaba, nuestra causa le merecía el mayor de los respetos; el universo simpatizaba con el ideario algo confuso de nuestras largas melenas. Gol de Bangar y todavía nos quedaban siete minutos para empatar.
Desconcertado, vi a nuestro delantero guiñarme el ojo mientras regresaba al centro del campo. Su gesto de complicidad me hizo caer en la cuenta de que me había enamorado. No ya de Bangar, sino de toda una generación, de una época.
TERCERA HIPÓTESIS SOBRE BANGAR. En parte, el sueño de Bangar, el deseo de ser remedado algún día por otros imitadores, ha terminado por cumplirse. Aquí tenemos a un niño jugando en el patio, con sus pies descalzos sobre la tierra emulando las inconfundibles celebraciones de Bangar, doblando los goles que a su vez mi amigo doblaba en aquel tiempo. ¿Es solo eso?, ¿todo se reduce a un juego de imitaciones, de dobles, de espejos? Esta explicación no termina de resolver el misterio de Bangar. Es imposible gobernar las circunstancias (todas) que rodean a un disparo a puerta. Es imposible que la fortuna obedezca por completo a las intenciones del jugador, que el balón, en un lanzamiento de penalti, rebote exactamente en los mismos puntos, se comporte de idéntica forma, que el azar se incline ante la voluntad.
Quizá haya otra explicación. Tal vez el universo hubiera depositado en Bangar un haz de posibilidades, de lances posibles del juego, una rationes seminales del balompié, tal y como decía nuestro entrenador. Pero al reiterar nuestro delantero jugadas que ya habían pasado de la potencia al acto a los pies de otros jugadores históricos, al repetirlas, era como si el destino tuviera momentos de confusión, lapsus, y obligara a Bangar a acciones que ya habían sido realizadas, posibilidades que ya habían sido actualizadas antes. El destino también se equivoca.
Muchas noches después, en una noche de verano muy parecida a aquella en que nos enfrentamos a Corea, me encuentro (bocabajo) en el interior de mi coche (panza arriba). Y mientras las ruedan giran en el aire (lo harán mientras quede combustible), me pregunto qué órganos, qué huesos, qué articulaciones estarán todavía intactos, si podré caminar otra vez y en la radio se retrasmite un encuentro internacional de fútbol. Mi cabeza da vueltas. No siento nada de la cintura para abajo, ni siquiera dolor. Y entre el mareo y las sensaciones intermitentes de calor y de frío, se filtran las palabras de la retrasmisión deportiva. Cuartos de final del Mundial del 86. Francia vs. Brasil. La eliminatoria se decide en la tanda de penaltis. Dos a dos en el marcador. Bellone lanza para Francia, abajo, ajustado al palo derecho, a ras de suelo. Óscar, el guardameta carioca, adivina la trayectoria del esférico y se lanza al lado correcto. El balón impacta en la base del poste, pero con tan buena fortuna para los franceses que rebota en la cabeza del portero y regresa a su dirección primera, traspasando esta vez la línea de meta. Gol de Francia. Tres a dos en el marcador y la posibilidad, si falla Branco, de pasar a la semifinal del torneo.
Al término de la retrasmisión deportiva se emite un programa musical. Aún no ha acudido nadie a socorrerme.
Estoy solo en una carretera perdida. Soy un antiguo suplente de la selección de fútbol en el paraíso del críquet.
Me he jodido las piernas, seguro, no las siento.
Suena una canción de Lennon en la radio, Dream is over, “el sueño ha terminado”.
¿Les he hablado ya de mi silla de ruedas?
El míster se equivocaba: el infierno es el presente.
LOS MÁRTIRES DEL BALOMPIÉ. ¿Creen que logramos empatar aquel encuentro contra Corea del Norte? Pues no fue así. Aunque, visto con distancia, tampoco importa demasiado. Incluso en la derrota, el lenguaje de los melenudos tiene una musicalidad festiva. Vean las fotografías del fútbol de entonces, miren la media melena de Johan Cruyff agitándose mientras el holandés invierte todas sus habilidades, sus bicicletas, sus recortes de fábula, para perder la final del Mundial del 74 frente a Alemania. Miren la grandeza de Zico, después de fallar un penalti en el Mundial del 82. O la de mi admirado Sócrates en México 86. Tras caer en la tanda de penaltis contra Francia. Incluso en la derrota, la melena resguarda a los jugadores del patetismo, deja caer sobre los hombros la capa benefactora de los héroes, inspira compasión, obliga al público a perdonar sus impotencias y sus errores.
Sin embargo, alguien en las altas esferas del fútbol, si es que existe tal cosa en nuestro país, sintió que nuestra melena derrotada era una imagen decadente, que aquellos cortes militares de pelo de los coreanos, su disciplina espartana, su orden antes, después y durante el partido mostraban el camino a seguir: el orden. Alguien era incapaz de comprender que nuestras posturas relajadas en la ceremonia del himno y nuestro desorden táctico y vital anunciaba una nueva era. Y cuando se es incapaz de comprender algo, se desprecia. Ese desprecio fue subiendo en cuestión de horas por los escalafones de la política, casi podía verse trepando los pisos de los despachos como una hiedra. Las señoras de la limpieza de los ministerios comparaban a nuestros muchachos con lo que deberían haber sido: jóvenes educados en Inglaterra, con el pelo peinado a raya y con colonia, jugadores ocasionales de críquet o de polo. Nuestras melenas eran, a la hora de la derrota, una vergüenza nacional. Y el sintagma vergüenza nacional se fue repitiendo de boca en boca como una mantra, y se introdujo en las conciencias de los que están más arriba, y llegó finalmente a la conciencia del presidente de la República, quien, escandalizado por nuestro aspecto, que desdoraba sobre todo la ceremonia del himno nacional, tomó el teléfono, marcó un número, dio una orden, esa orden fue trasmitida por otra voz a otra línea telefónica y esta a otra, y en cuestión de horas el míster nos tenía reunidos en el salón principal del hotel para decirnos: - No es cosa mía, muchachos, viene de muy arriba. Lo siento.
Llorábamos, SÍ, HOMBRES DE PELO EN PECHO LLORANDO, mientras éramos esquilados por voluntad presidencial, mientras el peluquero nos arrebataba aquella forma superior de sabiduría incomprendida en nuestro país, paraíso del críquet. Llorábamos, el sonido de aquella maquinilla de peluquero, todavía en mis sueños, porque, una vez desprovistos de nuestras largas cabelleras, el poder mesiánico que residía en nosotros caería al suelo de la barbería. Y allí estábamos; éramos los sansones de la contracultura. Nos habían arrebatado todas nuestras potencias. Ya no formábamos parte de una comuna universal. Ya no teníamos nada que ver con los israelíes, ni con los palestinos, ni con los pakistaníes, ni con los coreanos, ni con Jim Morrison, ni con Joe Cocker, ni con Lennon. Nos habían arrebatado el atributo del universalismo y volvíamos a ser burgueses, mezquinos, individualistas. El que fuera insanamente envidioso volvería a serlo, el hipócrita regresaría a su hipocresía, el avaro a su avaricia, y yo… ¿Yo? Volvería a ser un portero sustituto de una selección que ocupaba los últimos puestos en el ranking de la FIFA, sería devuelto a los cauces de la mediocridad. Llorábamos porque éramos mártires de una causa, pero mártires al fin y al cabo.
Me fijé en Bangar. Era el único que mantenía la compostura, a excepción, desde luego, de Balaji, el rapado. Sin embargo, su expresión plana, fría, resultaba más descorazonada que el llanto de los demás, que el llanto de todos los otros, que el llanto de todos los hombres del mundo juntos, porque Bangar se limitaba a contemplar su cabello desplomándose en el suelo. ¿Puedo decir desplomándose? ¿Puede atribuirse al cabello, sustancia naturalmente liviana, una calidad plúmbea? Lo que sin duda se desploma era la ilusión. La ilusión, es liviana, pero al mismo tiempo, cuando su dirección es descendente, se convierte en una sustancia similar al plomo. Así que la ilusión es leve cuando asciende, pero grave cuando desciende, y por eso contradice la distinción aristotélica entre cuerpos graves y leves que el míster nos había explicado en tantas ocasiones, en aquellas extrañas charlas técnicas que nos regalaba. Lo que se desploma, al cabo, era el sueño de pertenecer a algo superior a nosotros, jugadores de poca monta: una comunidad universal de melenudos.
En algún momento de la noche se divulgó la fantasía de que los jugadores de las demás selecciones, en un arrebato de solidaridad entre melenudos, se cortarían también sus largas melenas. Pero no lo hicieron. En el fútbol no existe la solidaridad. Hay afinidades, simpatías circunstanciales (que duran lo que uno o dos campeonatos).
Porque mientras nosotros éramos esquilados, a los jugadores de las demás selecciones sus melenas no solo eran toleradas, si no aplaudidas. Hasta filmaban spots para la televisión promocionando firmas de champús y acondicionadores. Y con los años, llegada la década de los ochenta, y más aún en los noventa, el fútbol se iba a llenar de perillas, de tintas verdes, naranjas, azules, de rapados, de corte mohicanos, de trenzas, de peinados punk, de medias melenitas, de crestas, de patillas imposibles, de mechas, de champús y acondicionadores, de facturas millonarias en la peluquería. Porque el amor a la estética capilar ocultaría un mal mucho más profundo: el deseo de individualizarse, como si cada jugador se valiera de su peinado para afirmar su individualidad suprema, para llamar la atención del público propio, aunque también de los otros públicos, de los otros managers, de los otros clubes, del dinero. Desaparecería el sentimiento de pertenencia a una manada, o a un clan, a una religión, a una causa, convirtiendo a los jugadores en mercenarios. Sus cortes de pelo serían expresiones más o menos directas de su individualismo feroz. Entonces el sueño sí que habría terminado.
PEARL HARBOUR. La ceremonia de los himnos frente a Japón, el último rival de la primera ronda, mostró al continente la tristeza infinita de los ojos de Mahendra Bangar, ya sin su melena, con su selección matemáticamente eliminada del torneo.
Si admiten la grandeza que concede la melena en la hora de la derrota, piensen ahora en la de los vencedores. Recuerden a Mario Alberto Kempes en la final del Mundial de Argentina 78, su cabello flotando al viento mientras el matador abre los brazos de par en par, como si quisiera abrazar a todo sus compatriotas, como si quisiera volar, como si quisiera que el Estadio Monumental de Buenos Aires alzara el vuelo, que la Argentina alzara vuelo. Resulta imposible sustraerse a esa felicidad capaz de reconciliarnos con la vida. Salvo que se juegue en el bando contrario, claro.
En 1941, la Marina Imperial japonesa bombardeó Pearl Harbour. Y aquella tarde del 76, los jugadores de su selección de fútbol, todos ellos de pelo largo, nos hicieron trizas colocándonos un siete a cero incontestable. Nuestro portero titular recibió un rodillazo en el vientre tras el tercer tanto y solicitó el cambio al entrenador. Luego supimos que fingía. Y allí estaba yo, León Jeoomal, calentando a toda prisa, desprendiéndome del suéter y los pantalones de chándal, saltando al campo para encajar la goleada más humillante de toda la competición. Sentía el fantasma de mi melena ausente, sentía el viento en mi cuello como un escalofrío. Los cuatro goles que encajé los he parado en mi imaginación cientos de veces, por las noches.
Hice cuanto pude; acudí a las supersticiones de siempre (golpeé con la punta de la base de los postes, salté para colgarme del larguero, aplaudí continuamente con mis guantes para animar a los chicos, especialmente a Bangar, irreconocible sin su melena, que corría por el centro del campo como una oveja esquilada y agotada), pero nada pudo evitarme la vergüenza de recoger cuatro veces el balón del fondo de las mallas. Era como jugar dentro de un submarino torpedeado, un submarino que se iba inundando mientras los ojos del capitán se perdían, vacíos, en el horizonte.
Por supuesto, suponer que podríamos haber vencido el encuentro si Bangar hubiera conservado su melena no es más que una muestra de pensamiento supersticioso. Sin embargo, la tristeza de nuestra estrella, contagiada a todos, hizo imposible el logro de un resultado digno; no digo una victoria, pero hay un arco amplísimo de desenlaces posibles entre la victoria y la humillación absoluta. Tal vez no hubiéramos ganado ni aunque el partido se disputara cien veces, pero sin el peso de la desilusión sobre nuestras espaldas (y tomo prestadas las palabras del míster) nos hubiéramos despedido del torneo de otro modo, seguro. Porque los chicos parecían sin fondo, aplomados (ya se dijo cuánto pesa la desilusión). Esporádicamente recuperaban la energía para forzar una falta, y eso era todo.
Aquella misma madrugada volvimos a casa. En el aeropuerto, junto a la cinta del equipaje, los muchachos acordamos concentrarnos en la sede de la Federación e iniciar una huelga de hambre, en protesta por las actitudes de esta y del propio Gobierno, su desprecio a nuestra felicidad. Balaji rechazó la propuesta y, para sorpresa de todos, Bangar también. Nos despedimos de ambos con un apretón de manos. No recuerdo que dijeran nada.
La huelga (otra tontería de juventud, pero en aquella época todas las tonterías parecían tener sentido) se convirtió en una nueva derrota de nuestra causa. En un país en el que el críquet constituye el epicentro de casi todas las pasiones, un equipo de fútbol eliminado del campeonato continental tenía el peso específico de un quinteto de mariachis. Los periódicos reservaron la noticia (los que lo hicieron) una pequeña columna en las páginas de deportes. ¿Huelga de hambre en el país del hambre? El míster tenía razón: el infierno del fútbol no está hecho de esferas, ni siquiera de humillaciones, sino de ocasiones desperdiciadas, de pasado perfecto. Éramos eso, pudo pasado insignificante, cabello perdido, ilusiones desplomadas. No teníamos derecho a formar parte de la actualidad; más aún: no vivíamos en el ahora de los noticiarios, sino en los sótanos del ahora, en los bajos fondos de la actualidad.
Pero no fue solo nuestro combinado nacional lo que se desplomaba, no solo nosotros habíamos desaprovechado una ocasión. Era el fútbol entero el que, a los pocos años, desperdiciaría su oportunidad de congraciarse con la justicia, con los oprimidos, con el hambre. La causa de los melenudos, imprecisa, volátil, se evaporó a la lumbre del dinero, que es una causa mucho más grave al parecer. El fútbol se volvió individualista. Y lo que es peor: aprendió a convivivir, sin incomodidad, con el horror. EN MÉXICO 86, MARADONA LE MARCABA un gol antológico a Bélgica mientras las madres de mayo seguían reivindicando justicia, o reparación, o memoria. Y mientras Camerún deslumbraba en el mundial del 90, en el corazón de África se preparaba la tragedia de los Grandes Lagos, empezaban a germinar las semillas, las rationes seminales de aquellos genocidios y oleadas de refugiados que el fútbol, con su fiesta multicolor, maquillaba ante los ojos occidentales. Si el cinismo es la capacidad de convivir con el horror, y hacerlo sin remordimiento, el fútbol se convirtió entonces en cinismo puro. Es una ley de la historia: con el tiempo, todo se vuelve cínico.
EL NAUFRAGIO. Bangar militó un par de años más en clubes del país, sin demasiada fortuna, a pesar de que volvió a dejarse crecer su cabellera. Yo abandoné el fútbol aquella misma temporada y me hice cargo de los negocios familiares. No volvimos a encontrarnos hasta el 95 o el 96, no recuerdo bien, cerca de Calcuta. Le sorprendió verme en silla de ruedas, cuando lo más sorprendente era, en realidad, su propio aspecto. Además de su melena, que ahora nacía alrededor de una calva que brillaba a la luz de una solitaria y sucia bombilla del techo, se había dejado crecer la barba hasta el vientre. Iba descalzo. Sus pies, los pies del goleador más enigmático que hayamos conocido, me parecieron de una fealdad descorazonadora. Doblaba los dedos hacia dentro para caminar y curvaba el empeine, como si no quisiera cortarse, pisar algo oxidado, o simplemente contaminarse con el suelo.
Su única compañía era un perro. Para jugar con él, le lanzaba un trozo de un balón viejo, un retal que, por supuesto, no rodaba. No era ni siquiera un resto de balón, sino apenas seis pentágonos que, milagrosamente, seguían unidos entre sí. Necesito creer que ese balón había sido importante para mi amigo, que tal vez marcó con él alguno de sus goles-copia, o goles-espejo, o goles-actualización de goles en potencia. El perro galopaba detrás de aquel fragmento de pasado con desesperación, como si aquello no fuera un juego, sino un naufragio en el que hubiera que salvar la mayor cantidad posible de objetos. Y es que el
aspecto de mi viejo amigo, de su universo, no era el de un intocable: era más bien el de un náufrago que hubiera conservado una docena de objetos del hundimiento y se aferrara a ellos con todo su espíritu, remendándolos, otorgándoles distintos usos, reciclándolos.
De hecho, conservaba algunos recortes de prensa en una caja de zapatos. Me emocionó ver de nuevo las viejas fotografías del equipo. Le quedaba algo de ginebra en una botella y la compartimos. No tenía vasos. Tampoco importaba demasiado. Habíamos sido compañeros de infortunio, mártires del fútbol en el reino pagano del críquet, caídos por la causa de los melenudos, como aquellos primeros cristianos que el imperio romano entregó a los leones. Le pregunté por aquellos goles suyos, si él era o no consciente de su condición de doble, y cuál era el auténtico sentido de su talento. Me dijo que no lo sabía, que los goles estaban ahí, que sencillamente había que verlos, que no los buscaba sino que los encontraba, o que eso le parecía ahora, después de tanto tiempo; y luego divagó sobre la memoria y la falta de memoria, y la vejez, y en qué consistía ser un viejo, y si él era uno, y por qué lo era, por qué se envejece, enlazando un asusto con otro hasta regresar al fútbol, deporte que, según concluyó, murió el día en que entró en un vestuario el primer secador de pelo.
Luego no dijimos mucho más, la verdad. Sustituimos el diálogo por un ejercicio de miradas bajas, asentamientos cómplices, manos en el hombro y la nuca. Y cuando dimos cuenta de la botella de ginebra, Bangar reconoció que la frase esa de la muerte del fútbol a manos de los secadores de pelo no era suya, sino de Alfredo di Stéfano. Bangar el copista, Bangar el jugador-espejo, seguía entregado a la pasión por la copia, consciente o inconsciente, gobernada por las semillas de la Creación o no. Sus goles eran copias de otros goles, sus sentencias también, pero ¿a quién copiaba en su pobreza extrema?
No volví a verlo. Aunque esta mañana me pareció que su espíritu se aparecía en un muchacho que jugaba descalzo sobre la tierra, un chico de largas melenas que se soñaba Bangar. En ese juego de espejos, en esa imitación del gran imitador, doble del doble, se cifra no solo mi asombro, sino también mi melancolía por toda una época, y por todo lo que podría haber sucedido entonces; la ocasión desperdiciada de que el fútbol se congraciara con la vida. Una posibilidad que nunca pasó de la potencia del acto.
Tomado de: Libro de Fútbol y otros juegos de pelota.
Escrito por: Mario Cuenca Sandoval.
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