Radamel Falcao, celebrando su tercer gol en la Supercopa 2012. |
“En el fútbol hay un momento exclusivamente poético: el gol. Cada gol es siempre una invención, una perturbación del código. El gol es ineluctabilidad, fulguración, estupor, irreversibilidad. Precisamente, como la palabra poética”.
Pier Paolo Pasolini (1922-1975)
Radamel Falcao lo deslumbraría porque es capaz de volcar prosa y poesía sobre el césped; dos características que él, hace cuarenta años, pensaba antagónicas e irreconciliables. Es una pena que no haya vivido para ver cómo Maradona hacía realidad la utopía del gol imposible y mil veces soñado, eludiendo rivales desde la mitad de la cancha hasta el arco. Hoy vería a Messi como el mayor poeta de su tiempo y a Cristiano Ronaldo, como un gran “poeta realista”.
Pero vuelvo a Falcao. Porque sus tres goles, los tiros en los palos, todo lo que hizo durante los primeros 45 minutos en el Louis II de Mónaco por la final de la Supercopa de Europa contra el Chelsea, fue una obra maestra. Como las suyas.
Pier Paolo Pasolini fue poeta, escritor, ensayista, director de cine. Un artista que como exigía Artaud en su Carta a los Poderes vivía para “atacar al Espíritu Público”. Un genio que amaba al fútbol; como el arquero Camus o Heidegger, que sólo abandonaba su casa de la Selva Negra para sentarse frente al viejo Telefunken de un vecino y ver a Beckenbauer.
Umberto Eco aún lo detesta y Borges ironizaba con desdén cada vez que se refería a esa “desdichada invención de los ingleses”. No era el caso de Pasolini. Que decidió escribir un ensayito sobre fútbol para el diario Il Giorno a seis meses de la humillante derrota italiana en la final del Mundial de México 1970 frente al Brasil de los cinco 10: Jair, Gerson, Tostao, Pelé y Rivelinho.
Necesitaba una explicación para semejante catástrofe deportiva. Y allí desarrolló su teoría de un fútbol dividido en dos universos opuestos. Uno, con un lenguaje fundamentalmente prosístico; el otro, como expresión poética. “Quiero aclarar que entre la prosa y la poesía no hago una distinción de valor; la mía es una distinción puramente técnica”, advertía, antes de dejar bien en claro cual prefería.
“¿Quiénes son los mejores gambeteadores y goleadores del mundo? Los brasileños. Su fútbol es un fútbol de poesía donde todo se basa en la gambeta y el gol. Un esquema de improvisación constante que en Europa suele ser repudiada en nombre de la ‘prosa colectiva’–, donde el gol lo puede hacer cualquiera y desde cualquier posición.”
Pasolini describía un fútbol de fronteras cerradas; lejos de la globalización y la inclusión extranjera que más tarde enriquecería el juego con su mezcla de razas y estilos: “El catenaccio y la triangulación es un fútbol de prosa basado en la sintaxis, en el juego colectivo, organizado. Es decir, en la ejecución razonada del código. Su instante poético es el contraataque donde quizá surja el toque individual, la gambeta, el pase inspirado, el gol. El estilo europeo se sustenta en el sistema. El gol se encomienda a la definición de un ‘poeta realista’, como Gigi Riva, pero deriva de una organización de juego colectivo basada en una serie de pases geométricos. (…) En México, queda claro, la prosa estetizante italiana ha sido vencida por la poesía brasileña”.
Pasolini no dudaba: la poesía era el patrimonio del sur, como sus “poetas malditos”, herederos de Garrincha. Hoy vería a Rooney, Van Persie o Di Natale como poetas realistas, y a Xavi, Schweinsteiger o Pirlo, como prosistas talentosos. Pero ya liberados de la “contaminación” de la pureza. Porque, por desgracia, Pasolini no disfrutó de la pesadilla de Jean-Marie Le Pen: esos negros que ni cantaban La Marsellesa y ese genial argelino nacido en Francia pero que jugaba como criado en Barracas llamado Zinedine Zidane. Más la “invasión” sudamericana. La africana. La eslava. Y ese sistema lleno de belleza y lirismo en el que crecen chicos llegados de todo el mundo en La Masía catalana, heredera del fútbol total holandés. La enorme virtud de lo impuro, compatriotas.
Falcao, en tanto impuro, es un 9 completo que sabe jugar muy bien, como Agüero, Ibrahimovic, Forlán. Es pura potencia: se lo ve fuerte, veloz, certero, sin problemas de perfil a la hora de definir. Fue él quién aniquiló al Chelsea, los mismos que dejaron sin Champions al Barça de Pep, que sin Drogba se desmoronó como un castillo de naipes. Un papelón histórico.
Párrafo final para Diego Simeone; un tipo que, por alguna razón, en la Argentina difícilmente sea reconocido como merece. Largó el fútbol y a la semana hacía su primera experiencia como DT, en un Racing caótico, aún usurpado por De Tomaso. Se fue y ganó dos de los siguientes cuatro torneos: en 2006 con Estudiantes y en 2008 en River, aunque muchos, en lugar de recordarlo como el último técnico campeón, prefieran colocar su foto al lado del último puesto en el torneo siguiente. No le fue tan bien en San Lorenzo. Pero salvó al Catania del descenso en el duro calcio italiano y volvió para blindar el colador que era Racing y dejarlo, lejos, pero subcampeón del Boca de Falcioni. Dos milagros futboleros.
Este año, en pocos meses, levantó dos copas europeas con el Aleti, los vecinos pobres del poderoso Madrid, que no logra algo similar desde hace una década, cuando aquella volea de Zizou les dio la novena Champions en 2002, contra el Bayern Leverkusen, en Glasgow.
Simeone, prosista como jugador, es un entrenador que podría refutar a Pasolini. Porque planifica y deja volar, cuando tiene con qué.
Por suerte, en el Aleti como en River, tiene a Falcao. Nacido, como el Pibe Valderrama, bien al norte, frente al mar, en Santa Marta; una ciudad de poetas pasolinianos, se ve.
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