Marcelo Bielsa |
"Jamás fracasar. Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez.
Fracasa mejor.”De su novela corta ‘Worstward Ho’ (de 1983); Samuel Beckett
(1906-1989)
Cuando era un cronista veinteañero siempre pedía cubrir las
guerras. Por impulso juvenil, claro, y para ver si así, regresando con cierta
aura heroica, podía mejorar mi magra performance con las mujeres. Afganistán,
Nicaragua, El Salvador, el Ulster… Me divertí, viajé, escribí buenas historias,
pero de minas ni hablar, muchachos. Años más tarde descubrí lo equivocado que
estaba cuando una amiga, con una de esas clásicas sonrisas perdonavidas tan
femeninas, me reveló: “Es con menos, Asch. Entérate”. Ah.
Recordé esa frase mientras veía a los vecinos pobres del
Real Madrid y a los vasquitos de Bielsa jugar la final de la Europa League; un
torneo clase B si quieren, pero continental al fin. Jugaron un partidazo donde
hubo más virtud y entrega que falso oropel. Por fin Hollywood cambió el final
obvio y los dos superhéroes deberán conformarse con títulos de cabotaje. La
Liga para el Madrid y la Copa del Rey para el Barcelona.
Bielsa no cae simpático. Es así. Anda por la vida con esos
espantosos joggings, habla como si ensayara canto gregoriano; no da notas, huye
de los flashes, de las suites de lujo y los saludos de presidentes conservadores
o de futuros monarcas; a veces por convicción, otras por pura distracción, vaya
uno a saber. Es medio loco, se ve, y se ganó la antipatía de más de uno, que
ahora aprovecha los tres goles que se comió y se ensaña. Le recuerdan la final
de la Libertadores perdida con Newell’s, su regreso en primera ronda del
Mundial 2002, se burlan de su caminar torpe y nervioso durante los partidos, de
su exótica pose en cuclillas, en fin… Lo destrozan.
La semana pasada vi en la tele cómo el colega Eduardo
Feinmann se moría de la risa mientras repetía algunas de sus frases,
extractadas de una charla que dio en el Colegio Sagrado Corazón de Rosario para
chicos de entre 13 y 17 años. Dijo que era algo así como un “Perfecto Manual
del Perdedor” y se compadeció de la suerte del pobre alumnado. Ahá. Enterémonos
ahora que cosa desopilante dijo. Fue esto:
“Los momentos de mi vida en los que yo he crecido, tienen
que ver con los fracasos; los momentos de mi vida en los que yo he empeorado,
tienen que ver con el éxito. El éxito es deformante. Relaja, engaña, nos vuelve
peores, nos ayuda a enamorarnos excesivamente de nosotros mismos. El fracaso es
todo lo contrario: es formativo, nos vuelve más sólidos, nos acerca a las
convicciones, nos vuelve coherentes. Si bien competimos para ganar, y yo
trabajo siempre para ganar cuando compito, si no distinguiera qué es lo
realmente formativo y qué es secundario, me estaría equivocando mucho.”
Feinmann, cebado, seguía riéndose mientras yo, ya distraído,
pensaba si los necios, como los tontos o los ignorantes, acaso no disfruten
–maldito sea– del envidiable privilegio de la felicidad. Quién sabe, ¿no?
Comparto cada palabra de Bielsa. Que –estoy seguro– igual
debe haberse ido furioso por la derrota y seguro sentirá la misma bronca cuando
sus vascos no puedan –salvo milagro– con el último Barça de Pep. Como él,
desconfío de la coreografía del éxito; esas ronditas, la copa en alto, el
champagne, los papelitos de colores, los fuegos artificiales. Es en la derrota
cuando uno crece. Aprende. Descubre de qué madera está hecho. Superar
dignamente una dura caída no es para cualquiera. Y elaborar un pensamiento más
allá de lo obvio, ni te cuento.
Bielsa plantea un juego vertical, ofensivo, vertiginoso. Me
gusta su estilo, aunque confesaré –como el diputado Jorge Rivas cuando alguna
vez lo consultaron sobre Kirchner– que lo que más me acerca a él… son sus
enemigos.
Sabía que terminaría siendo injusto con Simeone, el
brillante campeón, y que aún en la derrota me encandilaría con Bielsa y el
fenómeno que generó en Bilbao, allí donde sólo juegan vascos. Amo a esos
pueblos tercos, duros, orgullosos de su historia. Los vascos son como esas
enormes rocas que levantaba Urtaín, un heavyweight de la época de Bonavena. Me
recuerdan más a los irlandeses –que hace siete siglos luchan por su tierra–,
que a los catalanes, sofisticados, buenos negociadores; más europeos.
Simeone es la antítesis de Bielsa. Tiene físico de atleta,
usa trajes Armani para dirigir y se mueve a los saltos, como la reencarnación
de Nijisnki. Tampoco cae simpático, pero por otras razones. Demasiada
exposición, tapas de revistas del corazón, esas cosas.
Dejó de jugar en 2006 y al día siguiente agarró Racing, un
fierro caliente. Arrancó mal y justo cuando levantaba vuelo, lo cambiaron por
la estatua de Merlo. Ay. Enseguida fue campeón con Estudiantes, aunque todos,
obvio, hablaban de Verón. Fue el último técnico que le dio un título a River,
pero sólo le recuerdan su último puesto. Salvó al Catania del descenso, pero
eso fue un picnic si lo comparamos con la hazaña de dejar a este plantel de
cristal que aún tiene Racing segundo de Boca, con dos derrotas y ocho goles en
contra en 19 partidos. ¡Milagro!
Esta vez tuvo a un Falcao genial, es cierto. Pero planificó
el partido de manera brillante. Sorprendió presionándolos de entrada, consiguió
la ventaja y supo cuidarla. Diego no es el fenómeno que todos imaginaban cuando
era el compinche de Neymar en Santos, pero es un jugador fino, inteligente.
Marcó la diferencia.
Ganó Simeone, chicos del Sagrado Corazón. Es campeón de la
Europa League. Wow. ¿Y saben por qué? Porque fue el mejor. Y porque antes supo
aprender de sus malos momentos, cuando decían que no servía.
Lo que enseñan los fracasos, ¿recuerdan? Eso que les contaba
Bielsa, aquel día.
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