29/6/11

Tommie Smith y John Carlos. Black Power






17 de octubre de 1968. Juegos Olímpicos de México. Se celebra en el estadio la final de los 200 metros lisos. El estadounidense Tommie Smith logra la victoria con un tiempo de 19.83 segundos. Tras él entran el australiano Peter Norman (20.07 seg) y el también estadounidense John Carlos (20.10 s). Todo normal hasta el momento.
Pero antes de seguir con la historia, creo que hay que hacer un par de puntualizaciones. A finales de los 60 surgió en el mundo un movimiento llamado Black Power. A grandes rasgos, lo que defendía esta doctrina era destacar los valores de la población negra frente a la opresión que sufrían en muchos ámbitos, sobre todo en Estados Unidos. Hacían apología de los orígenes africanos de la población negra y utilizaban diversa simbología para explicar sus preceptos.
El Black Power, en pleno auge en aquel convulso 1968, hizo un llamamiento a los atletas negros para que boicotearan los Juegos Olímpicos. Aunque no tuvo mucho éxito este boicot, sí hubo algunos detalles, como el que les cuento hoy, que pasó a la historia. Y es que Tommie Smith y John Carlos tenían preparado algo especial.
Llegó el momento de la entrega de medallas de los 200 metros lisos. Ante la extrañada mirada de todos los asistentes, Smith y Carlos llegaron de una manera algo singular al podio. Ambos iban descalzos, pero con calcetines negros (que representaban la pobreza de los negros). John Carlos llevaba la chaqueta desabrochada, con un collar de cuentas que representaba a aquellos afroamericanos que murieron colgados, linchados o en los barcos que transportaban esclavos de África a América. Smith llevaba una bufanda negra, que representaba el orgullo de su raza. Ambos llevaban una insignia del Proyecto Olímpico por los Derechos Humanos, una organización en contra del racismo en el deporte. El australiano Norman también la llevaba, en solidaridad con sus compañeros. Y por último, Tommie Smith llevaba un par de guantes negros. John Carlos había olvidado los suyos en la villa olímpica y el australiano les aconsejó una solución: Que Smith le prestara el guante izquierdo a Carlos y así ambos podrían llevar un guante en el podio. Y sucedió lo que todo el mundo sabe. Cuando sonó el himno de los Estados Unidos de América, Tommie Smith y John Carlos agacharon la cabeza y alzaron el  puño enguantado (Smith el derecho, Carlos el izquierdo). Fue un escándalo. La música del himno estadounidense se mezcló con los abucheos del público por la actitud de los atletas estadounidenses. No eran conscientes, quizá, que eran testigos directos de uno de los momentos más emblemáticos, más simbólicos, más recordados de la historia del Olimpismo.

La cosa no quedó como si nada. Hubo una pequeña tormenta después. El presidente del COI, el estadounidense Avery Brundage, decidió que ese tipo de protestas políticas no casaban con el carácter apolítico e internacionalista del Olimpismo, por lo que Smith y Carlos fueron condenados a ser expulsados de la villa olímpica y del equipo estadounidense. Curiosamente, el Comité estadounidense no quiso expulsarlos, pero Brundage amenazó con echar a todo el equipo de atletismo de los USA y, finalmente, Smith y Carlos fueron despedidos. Brundage fue criticado por su actitud, ya que muchos recordaron que en 1936, cuando él era ya presidente del COI, no realizó ninguna protesta por los saludos nazis de los atletas alemanes. Aunque en un principio se dijo que también les iban a desposeer de las medallas, lo cierto es que tanto Smith como Carlos aún las conservan.


Muy pronto, Smith y Carlos sufrieron las consecuencias de su acto. Al llegar a Estados Unidos recibieron amenazas de muerte (ellos y sus familias) y fueron despreciados e ignorados por el establishment deportivo americano. Aún así, ambos siguieron con su carrera. Luego Smith se hizo profesor de Educación Física en Ohio y Carlos en Palm Springs, California. Además, Carlos fue contratado por el Comité Olímpico Estadounidense para promocionar los Juegos de Los Angeles 84 entre la comunidad negra de la ciudad californiana. Y es que con el paso del tiempo, las figuras de Smith y Carlos fueron cada vez más reconocidas y en la actualidad (Smith tiene 68 años y Carlos 67) son unas muy respetadas voces de los derechos de los negros, aunque, por suerte, ya no tienen tantas cosas por las que protestar. Los reconocimientos llegan hasta el punto de tener una estatua ambos en la Universidad Estatal de San Jose, en California (foto, arriba). Han recibido numerosos premios y fueron críticos con los Juegos Olímpicos de Pekín por las pocas garantías que había para los Derechos Humanos en China.


Pero esta historia no estaría completa si no le dedicamos unas palabras al tercer personaje del relato, el australiano Peter Norman. Un tipo que, siendo ajeno a la causa de los estadounidenses, mostró sus simpatías con Smith y Carlos y los apoyó en todo momento. Pues bien, para Normal la cosa no fue fácil tampoco, porque recibió una severa reprimenda del Comité Olímpico Australiano y en su país los medios de comunicación le hicieron el vacío. Cuatro años después, llegó a quedarse fuera del equipo de atletismo australiano pese a tener buenos tiempos. Una grave lesión le llevó al alcoholismo y en octubre de 2006 falleció de un paro cardíaco. En su entierro, Tommie Smith y John Carlos fueron dos de los portadores de su féretro.

25/6/11

Alemania VS Dinamarca. 1992. Kim Vilfort, el danés que ganó una Eurocopa y perdió una hija





Por: Guillermo Ortiz. 


Kim Vilfort recibió la llamada y decidió que lo mejor era volverse. Quizás el error, en primer lugar, estuvo en ir a Suecia mientras su hija de siete años luchaba en la cama contra la leucemia. Las tragedias también se ceban con los jugadores profesionales aunque sean casi desconocidos, centrocampistas del Brondby con bigote y nervio ochentero.
Antes de irse, en cualquier caso, Vilfort, treinta años, dejó el típico mensaje para los compañeros: «Volveré pronto, serán unos días, no quiero perderme la final». Un guiño competitivo que parecía más un brindis al sol que cualquier otra cosa porque Dinamarca había cerrado sus dos primeros compromisos sumando solo un punto, empate a cero sorpresa ante la Inglaterra de Lineker en la primera jornada y derrota ante la anfitriona Suecia en la segunda. Ni Vilfort ni ninguno de los demás daneses deberían estar ahí, para empezar. El tópico dice que les sacaron de la playa para ponerles a jugar una Eurocopa y por una vez el tópico no miente: solo se supo que Yugoslavia iba a ser sancionada diez días antes del inicio de la competición, entrados ya en junio de 1992.
Si por la UEFA hubiera sido, y en eso Lennart Johansson fue claro, Yugoslavia habría jugado. Habría jugado con un equipazo, por cierto, incluso lastrado por las ausencias croatas. Tuvo que ser la ONU la que extendiera su veto a las competiciones deportivas, sancionara la presencia yugoslava en Suecia y un mes después se cargara su sueño olímpico. Los tiempos de bombardeos sobre Mostar habían dado paso a francotiradores a sueldo en Sarajevo, una espiral de la crueldad y Europa, como siempre, reaccionó con estrépito pero una cierta distancia. Sin mojarse demasiado, no fuera a ser…
El caso es que, volviendo al mito, el seleccionador Moller-Nielsen tuvo que llamar uno a uno a sus jugadores por teléfono, localizarles por todo el mundo para convencerles de que la aventura sueca tenía sentido. Dinamarca había asombrado al mundo en los ochenta, especialmente durante el período de 1984 a 1988, pero su falta de competitividad siempre le dejaba fuera de los pronósticos. En la clasificación de 1992, ya con Michael Laudrupabiertamente enfrentado a su entrenador, los daneses quedaron segundos, a un punto de la Yugoslavia del macedonio Darko Pancev, máximo goleador de aquel torneo clasificatorio.
¿De verdad estaban todos los daneses en la playa? Es complicado de creer. Alguno habría, al fin y al cabo la liga acababa de terminar. Alguno llegaría después a la concentración y se pondría a beber cerveza como un loco, tal y como reza el otro tópico… pero es de suponer que muchos estarían atentos. Las sanciones a Yugoslavia estaban a la orden del día y ellos sabían que en ese caso sería su turno. Con lo que desde luego no podían soñar, ni Vilfort ni nadie, era con que el equipo fuera mínimamente competitivo. Eran los noventa, los equipos empezaban sus «preparaciones científicas», el control exhaustivo de los Sacchi, Clemente, Capello, Lazaroni y compañía inundaba los manuales, y un equipo sin preparación, sin orden… y sin Michael Laudrup tenía sus días contados.
Ante la Francia suicidófila de Cantona y Papin
Un punto en dos partidos. Ese era, decíamos, el bagaje de Dinamarca en la Eurocopa 92 antes de la marcha de Vilfort. El último rival era Francia, la gran Francia de Papin y Cantona apoyada por los Deschamps, Blanc,Ginola, Boli y el mismísimo Luis Fernández. Una mezcla de veteranía y juventud que les había servido para eliminar a España en la fase previa y colocarse a un empate de las semifinales, con Michel Platini como seleccionador. El objetivo de ese equipo era el Mundial de 1998, crear un núcleo que sirviera para aquel año y si de paso caía esta Eurocopa o el Mundial del 94, mejor que mejor.
Sin embargo, aquel era un equipo con tendencia al suicidio. Nunca se vería más claro que en 1993, cuando a falta de un punto para clasificarse para el Mundial de Estados Unidos, perdió consecutivamente con Israel y Bulgaria en el Parque de los Príncipes, en ambos casos en el tiempo de descuento. Aquella era una selección confusa: jugadores muy comprometidos pero muy limitados junto a jugadores decisivos pero con tendencia a la jaqueca en los grandes partidos. Enfrente, Henrik Larsen, modestísimo jugador del Pisa italiano, sustituía a Vilfort y Moller-Nielsen mantenía la estructura de siempre: Povlsen, un muy anodino delantero centro salido de la cantera del Real Madrid que espantaba defensas junto a Christensen, y detrás de ellos, el mago Brian Laudrup, hermano pequeño de la gran estrella y jugador esporádico del Bayern de Munich, que no había mostrado interés alguno en renovarlo.
Brian tenía menos clase que su hermano pero parecía más contundente, más práctico, más directo. No es casualidad que pasara sus siguientes años en Italia, aunque no llegara a triunfar como en aquella Eurocopa. Tenía veintitrés años y todos los ataques daneses pasaban por él, igual que todos los rivales acababan en Jansen,Christofte, Olsen y Nielsen, ese embudo impenetrable. Si alguien osaba pasar todas las líneas y acercarse a la portería —Dinamarca era un equipo romántico pero, no nos equivoquemos, era un coñazo de equipo— estabaPeter Schmeichel, la gran estrella sin discusión, el portero titular del Manchester United, venido de su primera temporada en Inglaterra tras un traspaso que Alex Ferguson titularía como «el chollo del siglo» sin que le faltara mucha razón.
Schmeichel no solo lo paraba todo sino que tenía esa facilidad para transmitir a sus compañeros que lo iba a parar todo, que no se preocuparan, que ellos, a lo suyo. Así, Larsen marcó en el minuto 8, a Francia le entró una crisis de ansiedad, Papin empató en el 60 pero Elstrup volvió a adelantar a los daneses en el 78, resultado que Francia, con esa actitud, no iba a remontar. Al triunfo danés tenía que unirse la no victoria de Inglaterra ante Suecia y así se dio. Por sorprendente que fuera, Dinamarca estaba en semifinales como segundo de grupo, y Vilfort tenía de nuevo un motivo para alejarse de su mujer y su hija y echar unos partiditos a pocos kilómetros de casa.
Cuando Schmeichel frustró a Van Basten
El rival en semifinales era Holanda. Con Holanda todos tenemos un problema: nos cae bien, nos gusta como juega, pero su fatalismo resulta atractivo. Como si no pudieran fracasar una vez más y sin embargo… Aquella Holanda de los Gullit, Rijkaard, Van Basten y compañía había ganado la Eurocopa de 1988 y era la máxima favorita para repetir título, pero la experiencia del desastre total del Mundial 90, marcado por las molestias de Marco Van Basten, no hacía presagiar nada bueno.
De alguna manera, en Goteborg se daban cita dos historias trágicas y por lo tanto románticas: la eterna favorita, la Brasil europea, la columna vertebral del mágico Milan de finales de los ochenta frente a los de las cervezas y la playa. Si a uno le gustaba el fútbol, lo normal era que apoyara a Holanda; si le gustaban las novelas, lo normal era que animara a Dinamarca. Las dos historias, en cualquier caso, merecían contarse.
Los focos se centraban en el nuevo Laudrup y en el viejo Van Basten. Mientras, Vilfort volvía a Suecia con una promesa en su corazón: ganar la Eurocopa antes de que su hija muriera, conseguir que la niña viera y entendiera lo que estaba haciendo su padre. Puede que la historia quiera contar que los daneses se lo pasaron muy bien y eran una panda de gamberros pero aquel hombre estaba viendo morir a una niña de siete años y lo único que supo hacer su familia fue empujarle a cruzar el canal y unirse a sus compañeros.
Más de veinte años después, la procesión de nombres de aquella selección holandesa aún impresiona: Van Breukelen, Koeman, Rijkaard, Frank de Boer, Gullit, Kieft, Van Basten, Winter… incluso un joven Dennis Bergkamp, que justificó su titularidad empatando el temprano gol de Larsen, siempre Larsen, el mismo que antes del descanso puso el 2-1: los daneses encerrados en su área, al borde siempre del desastre pero encontrando el recurso necesario, la pierna que choca en el último momento con el balón, la parada a una mano de Schmeichel, el fallo increíble del delantero «oranje»…
Nadie dudaba de que Holanda era la favorita para ese partido pero a falta de cuatro minutos, el equipo perdía y se iba a casa una vez más. Entonces apareció Rijkaard en su especialidad: rebañar balones sueltos a balón parado y empalmarlos en la portería contraria. Empate a dos en el minuto 87. El palo para los daneses fue tremendo: aquel equipo había remado y remado… y lo único que había conseguido era ganarse treinta minutos más de suplicio. ¿Quién podía imaginar otra cosa que una victoria naranja en ese tiempo extra, con los chicos de rojo y blanco ya agotados, pagando su falta de preparación física?
En parte fue así: Holanda atacó y atacó, pero Schmeichel lo paró todo. Absolutamente todo. Era un hombre fuera de sí, incluso en su rostro, la sensación de tener un don que no se repetiría jamás de esa manera. Dinamarca aguantó hasta los penaltis. Ahí, Schmeichel completó el festival parando el segundo lanzamiento, el de Van Basten. Los demás sólidos daneses cumplieron, uno a uno, frustrando a Van Breukelen, el fornido portero del PSV Eindhoven.
Kim Vilfort marcó el cuarto. No sería su último gol en el campeonato.
Los once hombres con los que nadie contaba: la final contra Alemania
Así que, dieciséis días después de empezar el torneo, ni siquiera un mes después de que Moller-Nielsen empezara a hacer recuento telefónico, aquellos tipos estaban en la final. En un deporte donde juegan once contra once y siempre gana Alemania, sus opciones no eran demasiadas. En efecto, enfrente tenían a la vigente campeona del mundo, la selección que se había cargado al anfitrión en semifinales con una solvencia pasmosa.
Era, con todo, una Alemania crepuscular, con jugadores rumbo a su último baile: Illgner, Brehme, Köller,Klinsmann, Riedle… y junto a ellos el recambio para el 94 en forma de Effenberg, Sammer, Hässler… Una generación de ganadores junto a otra generación de ganadores, unos llegando un poco tarde y los otros un poco pronto. Aquella Alemania no enamoraba como no enamoraba ninguna selección de principios de los noventa, pero era pétrea, sin resquicios. ¿Cómo podría Dinamarca con su Povlsen y su Larsen meterle mano a ese equipo?
Haciéndolo. Punto.
Jugando cada minuto con una intensidad desbordante, como movidos por una fuerza superior, una misión, la conciencia de que aquello no se iba a repetir jamás y que no valía de nada volver a casa con la cabeza bien alta, había que volver victoriosos, había que hacerlo, además, ante los mejores, por si había dudas. Jugar contra Inglaterra, Suecia, Francia, Holanda y Alemania en dos semanas y acabar ganando el campeonato no es cualquier cosa. Había en Dinamarca la conciencia del momento histórico mientras en Alemania había cierto pánico a la rutina. El partido estaba ganado de antemano, los aficionados ya habían saltado de alegría cuandoChristofte marcó el gol que eliminaba a Holanda… ¿Qué podían hacer en esos noventa minutos sino perder?
Y si el equipo estaba nervioso, más lo estuvo cuando en el minuto 18 John Jensen disparaba con todas sus fuerzas dentro del área y el balón se le colaba a Illgner por su palo. Aquello sí que era un milagro. Como diría después Peter Schmeichel: «¿Si tuvimos suerte? John Jansen marcó un gol, con eso te lo digo todo». A partir de ahí, la histeria. Es raro ver a un alemán histérico pero a veces sucede. El equipo de Berti Vogts se lanzó al ataque pero ahí estaba de nuevo Schmeichel, en el mismo lugar en el que había acabado el anterior partido. Es casi imposible recordar una actuación tan decisiva de un portero en unas eliminatorias de cualquier campeonato. Schmeichel parando el balón a una mano, a dos, por el suelo, por alto, dominando el juego desde la portería.
Los minutos pasaban y el campo parecía inclinado pero solo uno de los dos equipos sabía lo que estaba haciendo. La épica quedaba algo más cerca, lo imposible.
En el 78, tras un rechace en el medio del campo, el balón llegaba a Vilfort, vuelto de un segundo viaje a Dinamarca. Su hija había empeorado, no había nada que hacer. El mediocampista estaba solo ante dos defensas y a unos diez metros del área. No le importó. Era su momento, dejó botar el balón, se lo llevó con la derecha, dejando a contrapié a los dos alemanes, y chutó con la izquierda, raso, al palo de Illgner, que de nuevo se había lanzado para nada. Tan ajustado fue el tiro que llegó a golpear la cepa del poste para acabar entrando tranquilamente, como si nada, toda la aparatosidad alemana hundida en un ejemplo de simpleza: controlo, oriento, tiro y gol.

Tenía que ser Vilfort. El único que creyó desde el principio. Al finalizar el encuentro, todos abrazaban a Schmeichel mientras Kim lloraba en medio del campo. Era el hombre más feliz del mundo y lo fue, al menos, durante diez días de tregua; todo el tiempo que la muerte concedió a su hija.

Siniestrofobia: el fascinante mundo al revés.


Por: Fernanda de la Torre Verea.

Ser zurdo no es cualquier cosa, ya que hay que adaptarse a un mundo orientado y diseñado para los derechos. Además, hay que enfrentarse a ser considerado diferente, que también es una receta para batallar.
       Los zurdos han sido vistos, durante siglos, como raros, torpes y excéntricos; la razón es simple: el contar con mayor habilidad y destreza en su mano izquierda, característica señalada porque sólo uno de cada diez humanos es zurdo*. ¡Ah, la tiranía de las mayorías!

       Ser zurdo ha sido sinónimo de indeseable; incluso, se ha interpretado como señal de influencia satánica y, por los siglos de los siglos, ha sido mal visto. Todavía en el siglo XX, en muchas escuelas se prohibía escribir con la mano izquierda. ¿Qué el profe veía a alguien escribir con la zurda? ¡Reglazo en la mano! Bien lo saben los  zurdos que nacieron en esa época, como mi abuelo Francisco, a quien le ataron la mano izquierda a la espalda, para que se le quitara esa condición “siniestra”. No lo lograron, pero, a cambio de sus sufrimientos y humillaciones, se convirtió en ambidiestro, o diestro de ambas manos, como la palabra lo indica.

Un legado romano.

La dura vida de los zurdos data de mucho antes de los tiempos romanos, pero podríamos decir que si alguien promovió históricamente la primacía de la mano derecha, fueron ellos. Según parece, fueron los autores del apretón de manos (derechas, obviamente). Aunque era zurdo, Julio César instruyó a sus súbditos para que se saludaran con la mano derecha. La leyenda dice que así podía mantener disponible su espada, que, por supuesto, portaba en la mano diestra, que era la “siniestra”, “oséase”, la izquierda. También fueron ellos los que inventaron el Ave César, aquel saludo que consiste en levantar el brazo derecho en alto y que luego se convertiría en emblema del fascismo.

       Precisamente dada la mayoría aplastante de diestros, todo lo relacionado con el lado izquierdo del cuerpo se ha cargado de negatividad. Los mismos romanos consideraban la sal como algo precioso y, si llegaba a derramarse, era muy mal augurio, así que para ahuyentar a los malos espíritus, tomaban con su mano derecha la sal derramada y la arrojaban sobre su hombro izquierdo, el lado del cuerpo donde esos espíritus malvados habitaban.
       En todo el mundo los zurdos han sido mal vistos. Los esquimales los veían como hechiceros y las leyes japonesas permitían a un hombre divorciarse si descubría que su esposa –¡horror de horrores!– era zurda. Todavía hoy nos ha llegado el eco de esas supersticiones, que se han metido incluso en el lenguaje. Si empezamos un negocio con el pie derecho, es bueno; pero si tenemos un mal día, decimos que nos levantamos con el pie izquierdo. En las religiones, igual los católicos bendicen y se persignan con la mano derecha, y dicen que Cristo se sienta “a la derecha del Padre”; los hindúes la usan para los actos puros, al igual que los musulmanes (ya se imaginan cuál se usa para lo impuro). Los griegos ponían especial énfasis en no colocar la pierna izquierda encima de la derecha al cruzarla. Pitágoras recomendaba a sus discípulos entrar en los lugares por el lado derecho y abandonarlos por el izquierdo; lo primero era lo divino; lo segundo, lo adverso. Parménides, por su parte, determinaba el sexo del niño por la posición del feto en el útero: derecha, masculino; izquierda, femenino. ¡Ah, la tiranía machista! También durante la época feudal era común favorecer la derecha, colocando al favorito del rey a su diestra.

Vocablos siniestros.

La lengua refleja la cultura y, si nos atenemos a los términos para designar este fenómeno, vemos que éstos siguen el mismo orden. La palabra, 'diestra' del latíndextra, “derecha”, es sinónimo de “hábil” (basta el ejemplo de mentar a los toreros magníficos como “diestros”), mientras que para denominar a quienes escriben con la mano contraria se usan las palabras 'izquierda' o 'siniestra', del latín sinister, adjetivo del cual hay mucho que decir, ya que sugiere un mal amenazador o una causa de desastre, algo desfavorable y desafortunado.

       Por su parte, el inglés usa la palabra left, “izquierda”, del anglosajón lyft, que significa “débil” o “roto”. La palabra que usamos en español, zurdo, viene de los términos galaicoportugueses surro, churro o churdo, que significan “vil, ruin, sucio”  y está emparentada con los vascos zur, “agarrado” y zurrun, que quiere decir “pesado”. De hecho, Joan Corominas nos dice que los vocablos emparentados con zurdo “suelen partir de la idea de ‘grosero’ y ‘torpe’, por la inhabilidad que se atribuye al propio zurdo”. 
       En cuanto al lenguaje coloquial, el “tener mano izquierda” es, según el DRAE, la habilidad o astucia para manejarse o resolver  situaciones difíciles, porque lo mas difícil es, sin duda, ser zurdo. Si con el adjetivo diestro nos referimos a un médico, seguramente tendrá muchos pacientes, pero si usamos el adjetivo siniestro, su sala de consulta estará más bien vacía, porque seguramente nos vendrán a la mente médicos como el doctor Frankenstein. Al referirnos  a los hijos, los “de la mano derecha” son los legítimos, mientras que si hablamos de “hijos de la mano izquierda”, sabemos que nos referimos a los nacidos fuera del matrimonio. En política, la izquierda es la disidencia, lo contrario al régimen, lo alternativo (aunque también lo progresista, lo dinámico, lo cambiante, lo liberal), frente a la derecha, que es lo establecido, lo conservador, lo que está en la corriente. Pero es la izquierda la que siempre ha sido perseguida, vituperada y mal afamada.


Cerebros diferentes.

Nuestro cerebro tiene dos hemisferios, derecho e izquierdo, conectados por una estructura llamada “cuerpo calloso”. Cada hemisferio tiene diferentes funciones y mantiene una relación funcional invertida respecto al cuerpo; esto significa que el hemisferio izquierdo controla el lado derecho del cuerpo y a la inversa. El hemisferio izquierdo controla la expresión verbal, el habla, el lenguaje, la escritura, las matemáticas y la ciencia: el pensamiento lineal. El hemisferio derecho, que maneja la mitad izquierda del cuerpo, se relaciona con la expresión no verbal, regula la facultad para expresar y captar emociones, la música, el arte, la creatividad, la percepción u orientación espacial, las emociones y la genialidad: el pensamiento holístico o total. Los científicos han descubierto que los zurdos usan el cerebro de manera uniforme, mientras que los derechos utilizan más el lado izquierdo.

       Sabemos, en general, qué funciones rige cada mitad del cerebro, pero seguimos sin saber por qué es tan absoluta la predominancia de derechos. Por supuesto que hay muchas hipótesis. La genética es una explicación parcial. La mayoría de los miembros de la familia real británica son zurdos, pero cuando ambos padres son zurdos, sus hijos sólo tienen 26% de probabilidad de serlo. En otras palabras, a pesar de la influencia genética, deben existir otras causas para ser zurdo. De ahí nace un batiburillo de hipótesis que incluyen dificultades en el parto, el uso de ultrasonido o la presión de los padres para que sus hijos sean derechos. Todas estas ideas son fácilmente objetables, ya que la proporción de zurdos se ha mantenido igual a pesar de que los partos cada vez tienen menos complicaciones… y antes no existía el ultrasonido. Dicho en buen cristiano: todavía no sabemos por qué hay personas que usan como diestra su mano izquierda.
       No fue sino hasta 1970 que en EE.UU. se dejó de juzgar el ser zurdo como un defecto para considerarlo sólo como una característica de la personalidad. Y los zurdos, como otras minorías, también tienen su día: la asociación Lefthanders Internacional designó en 1973 el 13 de agosto como el Día Internacional de los Zurdos. Además, sabemos que grandes personajes como Alejandro Magno, Napoleón Bonaparte, Jimi Hendrix, John McEnroe, Paul McCartney y Picasso podrían celebrarlo.

El precio de la ignorancia.

 Gracias a los conocimientos que tenemos acerca de lateralidad, los niños zurdos pueden estudiar tranquilamente en sus escuelas: las teorías pedagógicas han cambiado y, en vez de amarrarles las manos, les ponen bancas especiales o les dan tijeras zurdas y así su existencia se hace más llevadera.

       En la antigüedad decían que del dedo anular de la mano izquierda salía el nervio que conectaba con el corazón; de ahí, la costumbre de llevar el anillo de compromiso en ese dedo, como símbolo de amor. Un viejo proverbio italiano dice que “la mano izquierda es la mano del corazón”. ¿Será?

Estudios de lateralidad.

    
La lateralidad es una categoría absoluta, es un continnum; es decir, va desde lo más diestro a lo más zurdo. La clasificación de Huth define la lateralidad de la siguiente manera:


  • diestro neto, cuya mano izquierda es completamente inhábil y no la utiliza siquiera para la prensión.
  • diestro predominante, que prefiere la mano derecha y se ayuda con la izquierda.
  • ambidiestro, que es la excepción, pues con igual habilidad usa cualquiera de las manos.
  • spredominante, que prefiere la mano izquierda y se ayuda con la derecha.
  • zurdo neto unilateral, cuya mano derecha es completamente inhábil y no la utiliza siquiera para la prensión.