“Soy Jack Johnson. Campeón mundial de los pesos pesados. Soy
negro. Nunca me permitieron olvidarlo. Está bien. ¡Soy negro! Nunca les
permitiré que lo olviden.” Voz en off del actor Brock Peters en el documental
“Tributo a Jack Johnson” (1970)
Escrito por Hugo Asch.
Escrito por Hugo Asch.
Esta vez quiero escribir sobre un crack lejano: Kevin-Prince
Boateng, volante del Milan, nacido en Berlín pero de origen ghanés. En 2012 fue
noticia cuando se fue en medio de un partido de pretemporada, indignado por un
grupo de ultras que se burlaba del color de su piel.
Pocas cosas dejan tan expuesta la estupidez humana como el
racismo. Un racista es, ante todo, un imbécil. Pero peligroso; pues en ciertas
circunstancias puede contagiar, como un virus. Esa perturbadora certeza debe
haber influido en mí, pues más de una vez me sorprendí pensando como el Woody
de Manhattan, que cuando supo que unos nazis marcharían en Nueva Jersey les
propuso a sus amigos: “¡Hey, consigamos unos bates, sumemos a otros y vayamos
para allá! He leído un devastador artículo sobre ellos en el Times, pero creo
que con palos podremos convencerlos mejor”. No está bien, lo sé. Pero hay
límites. Este es uno.
El Milan jugaba contra el Pro Patria, un club de cuarta
división, en Busto Arsizio –ciudad natal de la mítica cantante Mina–, en
Varese, Lombardía. A los 26 minutos, harto de cantos racistas, Boateng tomó la
pelota con las manos, apuntó hacia la tribuna que lo martirizaba y empalmó una
furibunda volea. Se quitó la camiseta y dijo: “No juego más”. Lo mismo hicieron
el francés de padres senegaleses M’Bayé Niang, el ghanés Sulley Muntari y el
resto del equipo. La mayoría del estadio, avergonzada, aplaudió la decisión.
Antes de salir, Boateng, más perplejo que rabioso, se tocaba
la sien con su dedo: “¿Qué pasa? ¿Están locos?”, parecía preguntar.
Massimiliano Allegri, técnico del Milan, lacónico y triste, dijo: “Italia
debería ser un poco más civilizada e inteligente”. Fue vergonzoso. Y también un
síntoma. Cuidado. No olvidemos el huevo de la serpiente del que nos habla
Bergman en el final de su estremecedora película.
En el colegio nos enseñaron que teníamos los cuatro climas,
que el mundo envidiaba nuestra inagotable riqueza y que recibimos con los
brazos abiertos “a todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo
argentino”. Sin embargo, el relato de los primeros inmigrantes del siglo XX
–que no eran intelectuales alemanes o ingleses, como soñaba Sarmiento, sino
trabajadores de las zonas más pobres de España, Italia o Polonia, y
anarquistas, que pronto crearían sindicatos y liderarían huelgas reprimidas a
sangre y fuego– no coincide con esa idílica idea de calidez y buen trato.
Había muchos cabos sueltos en esos horribles manuales de
Historia que nos obligaban a leer. Nunca entendí, por ejemplo, por qué llamaron
Conquista del Desierto a la acción militar de Roca, si esas tierras no eran un
desierto. Allí vivía gente. Masacrada, claro, en nombre del progreso. Un
genocidio similar al norteamericano, pero con una diferencia: al menos ellos
poblaron esas tierras con esforzados colonos civiles; no las repartieron entre
militares y un puñado de familias patricias.
La inexistencia de racismo en este país sin negros es otro
mito. A ver: ¿cómo llamamos a todo lo que se sitúa más allá de Buenos Aires?
“Interior”. ¿Interior de qué? Del puerto, obvio. Ah. Empezamos mal,
compatriotas.
Primero fueron los cabecitas negras, esos “que hacían asados
con el parquet de las casas que les daba Perón”. Después, el humillante mote:
villero. Eso le gritaban a Houseman los hinchas rivales, tan pobres como él
pero con casa de material. Villero.
Aniquilada la movilidad social por el Proceso y diez años de
menemato, nació –como en los 60 se impuso en Harlem, el Bronx y en cada gueto
la consigna “Black is beautiful” sustentada por la lucha de Malcolm X, LeRoy
Jones, los Black Panthers, Muhammad Alí y los músicos de free jazz– el fenómeno
de la cumbia villera. Una desgracia para mis oídos –sería hipócrita si no lo
confesara–, pero también la primera manifestación cultural de clase en años.
Cuando irse de allí era imposible y las villas crecían, nació el “Villero is
beautiful”. Con su propia música y su estética, lograron una identidad que
nunca antes tuvieron. Ser villero dejó de ser un insulto.
Los “pibes chorros” y la marginalidad no nacieron por
generación espontánea. Alguien –algo– creó ese monstruo que hoy aterra a la
clase media. La droga hizo lo suyo y hoy todos repiten mecánicamente el
eufemismo: “Inseguridad”. Y si algo faltaba, se sumó la inmigración de otros
países sudamericanos que altera los nervios del enano fascista que vive en el
interior de tantos.
Cada vez que juega River, repiten una ceremonia absurda:
paran el partido por los cantos discriminatorios contra Boca: “… Son la mitad
más uno de Bolivia y Paraguaaay”. En internet la cosa se agrava, y no siempre
desde el anonimato. “Esa escoria sudaca viene a robarnos el laburo: les damos
casa, comida, planes, y así nos pagan”, escribió en la web de Olé desde su
Facebook, sutil como un mamut en una cristalería e indignado por la violenta
deportación de Matos de México, un lector nativo… con apellido centroeuropeo,
como el mío. ¿Y tu familia, colega, de qué barco habrá bajado? Ay.
Mejor recurramos a la ironía. Repetiré, entonces, la célebre
sentencia que atribuyen a Einstein: “Sólo existen dos cosas infinitas: el
universo y la estupidez humana. Y no estoy tan seguro de la primera”.
Hoy quisiera que seamos, todos, esa furiosa volea de
Boateng, directo hacia el corazón de los idiotas de este mundo.
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