Tomado del libro:Memorias del Míster Peregrino Fernández y
otros relatos de fútbol.
Escrito por: Osvaldo Soriano.
Mire usted lo que son las cosas. Nosotros habíamos empatado
con España dos a dos con un gol que yo hice sobre la hora, esos goles que salen
de suerte; el segundo partido le habíamos ganado a Suecia tres a dos, ahí no
más. Los brasileños venían matando. Le habían marcado seis goles a los suecos y
otra media docena a los españoles. Cuando fuimos a la final nadie dudaba de que
ellos nos aplastarían. Tenían un cuadro bárbaro, eran locales y el mundo entero
esperaba que ganaran el Mundial. Nosotros jugábamos, puede decirse, contra todo
el mundo.
Eso, creo, debía darnos tranquilidad. Nuestra
responsabilidad era menor. Recuerdo que un dirigente uruguayo lo llamó a Óscar
Omar Míguez, el centroforward del equipo, poco antes de salir a la cancha, y le
dijo que estuviéramos tranquilos, que los dirigentes se conformaban si
perdíamos nada más que por cuatro goles. Dijo que con llegar a la final ya
debíamos estar satisfechos y que se trataba ahora de evitar el papelón, de no
tragarse una goleada muy grande.
Yo lo escuché y eso me indignó. Le dije: “Si entramos
vencidos mejor no juguemos. Estoy seguro de que vamos a ganar este partido. Y
si no lo ganamos, tampoco vamos a perder por cuatro goles”.
Yo tenía 33 años y muchos internacionales encima. Estaban
listos si creían que nos iban a pasar por arriba así nomás. Los otros muchachos
del equipo eran jóvenes, sin mucha experiencia, pero jugaban bien al fútbol.
Además, poco antes habíamos jugado contra los brasileños la copa Río Branco y
les habíamos ganado 4 a 3 el primer partido; después perdimos dos veces por uno
a cero, pero nos habíamos dado cuenta de que se les podía ganar. Ellos tienen
mucho miedo de jugar contra los uruguayos o contra los argentinos.
Antes de salir a la cancha, el director técnico Juan López
me dijo, como siempre, que yo debía dirigir, ordenar el equipo dentro de la
cancha. Entonces, cuando íbamos para el túnel, les dije a los muchachos:
“Salgan tranquilos. No miren para arriba. Nunca miren a la tribuna; el partido
se juega abajo”.
Era un infierno. Cuando salimos a la cancha eran más de
cien mil personas silbando. Entonces nos fuimos hacia el mástil donde se iban a
izar las banderas. Cuando salió Brasil lo ovacionaron, claro, pero después
mientras tocaban los himnos, la gente aplaudía. Entonces les dije a los
muchachos: “Vieron cómo nos aplauden. En el fondo esta gente nos quiere mucho”.
Al juez no le di la mano. Nunca le di la mano a ningún
árbitro. Lo saludaba, sí, lo trataba con respeto, pero la mano nunca. No hay
que hacerse el simpático. Después la gente dice que uno va a chupar las medias
del que manda en el partido.
En el primer tiempo dominamos en buena parte nosotros, pero
después nos quedamos. Faltaba experiencia en muchos de los muchachos. Nos
perdimos tres goles hechos, de esos que no puede errarlos nadie. Ellos también
tuvieron algunas oportunidades, pero yo me di cuenta de que la cosa no era tan
brava. El asunto era no dejarlos tomar el ritmo demoledor que tenían. Si
fracasábamos en eso, íbamos a tener delante una máquina y entonces sí que estábamos
listos. El primer tiempo terminó cero a cero.
En el segundo tiempo salieron con todo. Ya era el equipo
que goleaba sin perdón. Empecé a marcar de cerca, a apretarlos para tratar de
jugar de contragolpe. Creo que fue a los seis minutos que nos metieron el gol.
Parecía el principio del fin.
La voy a contar algo que la gente no sabe. Todos vieron que
yo agarraba la pelota y me iba para el medio de la cancha despacio, para
enfriar. Lo que no saben es que yo iba a pedir un off-side, porque el linesman
había levantado la bandera y después la había bajado antes de que ellos
hicieran el gol. Yo sabía que el referí no iba a atender el reclamo, pero era
una oportunidad para parar el partido y había que aprovecharla. Me fui
despacito y por primera vez miré para arriba, al enjambre de gente que
festejaba el gol. Los miré con bronca, lleno de bronca y los provoqué. Tardé
mucho en llegar al medio de la cancha. Cuando llegué, ya se habían callado.
Querían ver funcionar a su máquina de hacer goles y yo no la dejaba arrancar de
nuevo. Entonces, en vez de poner la pelota en el medio para moverla, lo llamé
al referí y pedí un traductor. Mientras vino, le dije que había off-side y qué
sé yo, había pasado por lo menos otro minuto. ¡Las cosas que me decían los
brasileños! Estaban furiosos. La tribuna chiflaba, un jugador me vino a
escupir, pero yo, nada. Serio no más.
Cuando empezamos a jugar de nuevo, ellos estaban ciegos, no
veían ni su arco de furiosos que estaban; entonces todos nos dimos cuenta de
que podíamos ganar el partido.
¿Cómo conseguimos eso? Es que el jugador tiene que ser como
el artista: dominar el escenario. O como el torero, dominar el ruedo y al
público, porque si no, el toro se le viene encima. Uno sabe que en una cancha
extraña no le van a aplaudir, por más que haga buenas jugadas. Entonces tiene
que imponerse de otra manera, dominar al adversario, al público y a sus mismos
compañeros. Claro, yo había jugado un millón de partidos en todas partes, en
canchas sin tejido, sin alambrado, a merced del público, y siempre había salido
sanito. ¡Cómo me iban a achicar ese día en el Maracaná, que tenía todas las
seguridades! Ahí yo tenía que dominar, porque tenía todas las facilidades y
sabía que nadie podía tocarme.
Cuando hicimos el segundo gol, que lo hizo Gigghia (el
primero lo convirtió Schiaffino), no lo podíamos creer. ¡Campeones del mundo,
nosotros, que veníamos jugando tan mal! Al terminar el partido, estábamos como
locos. En Brasil había duelo. Los cajones de cañitas flotaban en el mar. Era
una desolación.
Esa noche
fui con mi masajista a recorrer unos bares para tomar unas chopps y caímos
en lo de un amigo. No teníamos un solo cruzeiro y pedimos fiado. Nos fuimos a
un rincón a tomar las copas y desde allí mirábamos a la gente. Estaban llorando
todos. Parecía mentira: todo el mundo tenía lágrimas en los ojos. De pronto veo
entrar a un grandote que parecía desconsolado. Lloraba como un chico y decía:
“Obdulio nos ganó el partido” y lloraba más. Yo lo miraba y me daba lástima.
Ellos habían preparado el carnaval más grande del mundo para esa noche y se lo
habíamos arruinado. Según ese tipo, yo se lo había arruinado. Me sentía mal. Me
di cuenta de que estaba tan amargado como él. Hubiera sido lindo ver ese
carnaval, ver cómo la gente disfrutaba con una cosa tan simple. Nosotros
habíamos arruinado todo y no habíamos ganado nada. Teníamos un título, pero
¿qué era eso ante tanta tristeza? Pensé en el Uruguay. Allí la gente estaría
feliz. Pero yo estaba ahí, en Río de Janeiro, en medio de tantas personas
infelices. Me acordé de mi saña cuando nos hicieron el gol, de mi bronca, que
ahora no era mía pero también me dolía.
El dueño del bar se acercó a nosotros con el grandote que
lloraba. Le dijo: “¿Sabe quién es ése? Es Obdulio”. Yo pensé que el tipo me iba
a matar. Pero me miró, me dio un abrazo y siguió llorando. Al rato me dijo:
“Obdulio ¿se vendría a tomar unas copas con nosotros? Queremos olvidar ¿sabe?”
¡Cómo iba a decirle que no! Estuvimos toda la noche chupando en los bares.
Yo pensé: “Si tengo que morir esta noche, que sea”. Pero acá estoy.
Si ahora tuviera que jugar otra vez esa final, me hago un
gol en contra, sí señor. No, no se asombre. Lo único que conseguimos al ganar
ese título fue darle lustre a los dirigentes de la Asociación Uruguaya de
Fútbol. Ellos se hicieron entregar medallas de oro y a los jugadores les dieron
unas de plata. ¿Usted cree que alguna vez se acordaron de festejar los títulos
de 1924, 1928, 1930 y 1950? Nunca. Los jugadores que intervinimos en aquellos
campeonatos nos reunimos ahora por nuestra cuenta todos los años el 18 de
julio, que es la fecha patria. Lo festejamos por nuestra cuenta. No queremos ni
acordarnos de los dirigentes.
Yo empecé a jugar al fútbol en serio por una casualidad.
Éramos doce hermanos, hijos de un vendedor de factura de cerdo. Siempre fuimos
muy pobres. Yo fui a la escuela tres años y tuve que largar para ir a vender
diarios, primero, y después a lustrar zapatos. Como lustrador sacaba seis pesos
por mes en el año 32. Un día me invitaron a jugar un partido de barrio. Allá
encontré a mi hermano que jugaba en el otro equipo. Al fin, cuando me estaba
cambiando para salir a jugar, apareció el titular del equipo, que era el tanque
Amato, y no me pusieron. Entonces vino mi hermano y me dijo que si quería
entrar para ellos. Como yo había ido a jugar al fútbol, acepté. Ganamos y me
quedé en el equipo.
Los muchachos me consiguieron un trabajo de albañil y yo me
puse muy contento. Empecé a jugar en un club que intervenía en el campeonato de
intermedia, que venía a ser como la primera B de ascenso ahora. Parece que
andaba bien, porque un día me avisaron que me habían vendido al Wanderers por
200 pesos.
Sin preguntarme nada, me vendieron como una bolsa de papas.
Cuando me enteré fui a ver a los dirigentes del Wanderers y le pregunté:
“¿Quién va a defender al club, el Deportivo Juventud o yo?” Conseguí que me
dieran los 200 pesos. Ese día me compré de todo con esa plata. Cuando aparecí
en casa mi madre no quería creer que me habían dado toda esa plata. Ella creía
que yo andaba en malos pasos.
Es que cuando uno se cría en la calle, tiene dos caminos:
aprende a defenderse con dignidad, como hice yo porque tuve la oportunidad, o
se larga a cualquier cosa, como les pasa a otros que no tienen una chance.
A mí me fue tan bien que, cuando subimos, no bajamos nunca
más. Debuté en el Wanderers contra River Plate y perdimos, pero después le ganamos
a Bella Vista. Por fin, en el estadio centenario jugamos contra Peñarol. Yo
tenía enfrente nada menos que a Sebastián Guzmán, el maestro. Ellos tenían un
cuadrazo, pero les ganamos 2 a 1. No me lo olvido jamás. Estuve cuatro años en
el Wanderers y en 1943 pasé a Peñarol por 16 mil pesos, una cifra récord para
el pase de un jugador. Me quedé para siempre en Peñarol hasta 1955 que largué
el fútbol.
Ahora estoy muy arrepentido de haber jugado. Si tuviera que
hacer mi vida de nuevo, ni miro una cancha. No, el fútbol está lleno de
miseria. Dirigentes, algunos jugadores, periodistas, todos están metidos en el
negocio sin importarles para nada la dignidad del hombre. Yo siempre me lo tomé
de la mejor manera. Cuando vinieron a sobornarme, no me enojé ni los saqué a
patadas ni los denuncié. Les dije que no, que buscaran a otro con menos orgullo
que yo. Yo siempre me guié por la filosofía simple que aprendí en la calle,
allí se aprende todo; hay que vivir, cueste lo que cueste, vivir, y a cambio de
eso hay que dejar vivir.
Muchas cosas me dolieron. Los periodistas se metieron en mi
vida privada, me atacaron mucho durante la huelga de jugadores porque ellos le
hacían el juego a los clubes. Yo decidí vivir mi vida y rompí con ellos. Desde
entonces me encapriché y me negué a salir en las fotos que tomaban al equipo en
la cancha. Cuando mis compañeros me pedían que saliera, me ponía de costado y
miraba para otro lado. Una vez los cronistas hicieron un planteo a Peñarol y el
club me llamó para convencerme de que tenía que ser amable y salir en las
fotos. Entonces les pregunté: “¿Para qué me contrataron: para sacarme fotos o
para jugar al fútbol?” Ahí se terminó el incidente. No quise saber más nada con
dirigentes ni con periodistas que escriben lo que quieren los que mandan. Yo sé
que hay que ganarse la vida pero no hay motivo para ensuciar a los demás. Por
eso yo no volvería a acercarme a una cancha aunque me ofrecieran millones. A mí
me castigaron mucho y no lo aguanto. Por eso le dije que si ahora tuviera que
jugar una final, me hago un gol en contra. No vale la pena poner la vida en una
causa que está sucia, contaminada. El que se sienta capaz, que lo haga. Algún
día tendrá que rendir cuentas: entonces sabremos quién es quién y si valía la
pena ensuciarse.
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