15/7/16

Dinamarca Vs Uruguay. 1986. Una falsificación de la garra uruguaya (Mundial de 1986: Uruguay 1- Dinamarca 6)

Michael Laudrup

    
MEXICO D.F. Al pisar el domingo la cancha del estadio Neza y ver correr a aquellos diablos rojos de la Escandinavia, me vino a la memoria aquella frase del príncipe Hamlet: “No sé por qué pero más bien estoy sintiendo como un mal olor que viene de lado de Dinamarca”.

Era que iba a empezar el baile más armonioso y más hermoso de la serie mundial del 86, un baile con música de minué con trasfondo de marcha fúnebre, porque el encuentro jugado el domingo en Neza no fue solo un partido de fútbol, fue un espectáculo de gracia y alta ciencia futbolística con el contraluz de un drama oscuro en el que iban a morir muchas cosas. El equipo de fútbol de Dinamarca, un grupo de amigos que se han reunido para divertirse jugando al fútbol, fue un asombro y un regocijo. Hacía tiempo que en este continuo deambular por las canchas de fútbol del mundo no veíamos jugar un fútbol tan hermoso, tan alegre y tan contundente, sin que para la contundencia del definir marcando goles tuviera que llegar a la jugada heroica ni al grosero taponazo mortal, de tan fácil que le resultó a Preben Elkjaer y sus violinistas señalar seis goles y perdonar otros que pudieron ser, por el placer de ponerle adorno a las jugadas.

Aquella fórmula del “toco y me voy”, que fue partitura de eximios jugadores del pasado, tuvo en los jugadores en Dinamarca intérpretes magistrales. Cuando los jugadores uruguayos llegaban en una búsqueda desesperada del balón o del hombre, allí ya no estaba ni la pelota ni el hombre. La facilidad con la que llegaban los dinamarqueses de la velocidad increíble, el dominio de pelota digno de maestros consumados, de sus toques de pelota casi artísticos, propios de profesionales de dedicación  absoluta a perfeccionar su oficio, fue asombroso y desconcierto. Asombro por la fineza de aquel fútbol exquisito; desconcierto, porque ahí se vio hasta qué punto en el fútbol del Río de la Plata, comparado con los dinamarqueses, los alemanes, los escoceses, llegamos a la conclusión de que nuestros jugadores – expresión de un fútbol que se muere de viejo- no saben correr, ni manejar la pelota por falta de oficio.
Y ya no lucen aquella viveza que los hicieron famosos, ni aquella agilidad de la gambeta del tiempo de la alpargata y para hacerla corta después del partido en Neza , antes de pasar al otro capítulo, un resumen y una profecía: que si a esos diablos vestidos de rojo de Dinamarca; si a ese alegre grupo de amigos bebedores de cerveza que juegan al fútbol no los paran a golpes, serán los campeones del mundo. Lo que iba a morir y murió fue una vieja leyenda de la garra charrúa que en un tiempo fue verdad y después desvirtuada, encarnecida, falseada, explotada como fórmula triunfal hasta convertirse en falsificación vulgar de aquello que había sido hermoso como es hermosa y emocionante la gesta.

La garra charrúa, la auténtica era la que superaba a fuerza a las fuerzas del alma, del espíritu, del corazón, esa fuerza hecha toda ilusión y todo coraje, los momentos más difíciles y amargos para convertir en victoria, los lances que ya – al parecer – tenían sello de derrota. Garra charrúa, para no ir más atrás en el tiempo, es la gesta del Mundial número 4 en Brasil, 1950, cuando en una sucesión de partidos dramáticos, a cual más dramático, el negro Obdulio Varela recibe la copa de campeón del mundo.

Ese joven de nombre Miguel Angel y de apellido Bossio supuso el domingo que aquello todavía podía ser posible. Y frente a los frágiles bailarines de Escandinavia ensayó la receta, creyendo, confundido que el amparo de los que hicieron creer que aquello era “la garra charrúa”, podía entrar a repartir miedo descargando unos espectaculares trallazos sobre las piernas rivales, como expresión cabal del “fútbol especulación”: hacer lo menos y ganar lo más. El árbitro lo echó. La falsa garra charrúa se quedó sin su arma predilecta. Y los seis goles que pudieron ser más hasta alcanzar una cifra bochorno – terminaron con una leyenda.
Epístola de un reo a los uruguayos: hemos traído líneas arriba el recuerdo de “los leones de Maracaná” que coronaron aquella hazaña hermosa y heroica del año 50 jugando como se debe jugar, sin pegar una patada, sin recurrir a subterfugios, sin fingir ser víctimas de faltas, sin chicanas, sin falluterías indignas del deporte y de los deportistas, merecedores por aquello de que se dijera con justicia que eran expresión cabal de la garra charrúa.
Vaya el recuerdo de los celestes que perdieron frente a Hungría en el Mundial de Suiza 54, medio equipo desecho como guerreros heridos en duras batallas, pero luchando gallardamente y al final, cojos, rengos, muertos, ir a felicitar a los vencedores.
El domingo 8 de junio quedó sepultada una leyenda: la de los falsificadores de la garra charrúa. Con ella, una era de fútbol uruguayo se ha muerto. Renacerá otro fútbol, sobre otras bases y ojalá sea tan hermoso y tan leal como aquel del pasado de la mucha gloria.


Tomado del libro 10.000 horas de fútbol de Diego Lucero

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