Michael Laudrup |
MEXICO
D.F. Al pisar el domingo la cancha del estadio Neza y ver correr a aquellos
diablos rojos de la Escandinavia, me vino a la memoria aquella frase del príncipe
Hamlet: “No sé por qué pero más bien estoy sintiendo como un mal olor que viene
de lado de Dinamarca”.
Era que
iba a empezar el baile más armonioso y más hermoso de la serie mundial del 86,
un baile con música de minué con trasfondo de marcha fúnebre, porque el encuentro
jugado el domingo en Neza no fue solo un partido de fútbol, fue un espectáculo de
gracia y alta ciencia futbolística con el contraluz de un drama oscuro en el
que iban a morir muchas cosas. El equipo de fútbol de Dinamarca, un grupo de
amigos que se han reunido para divertirse jugando al fútbol, fue un asombro y
un regocijo. Hacía tiempo que en este continuo deambular por las canchas de
fútbol del mundo no veíamos jugar un fútbol tan hermoso, tan alegre y tan
contundente, sin que para la contundencia del definir marcando goles tuviera
que llegar a la jugada heroica ni al grosero taponazo mortal, de tan fácil que
le resultó a Preben Elkjaer y sus violinistas señalar seis goles y perdonar otros
que pudieron ser, por el placer de ponerle adorno a las jugadas.
Aquella
fórmula del “toco y me voy”, que fue partitura de eximios jugadores del pasado,
tuvo en los jugadores en Dinamarca intérpretes magistrales. Cuando los
jugadores uruguayos llegaban en una búsqueda desesperada del balón o del
hombre, allí ya no estaba ni la pelota ni el hombre. La facilidad con la que
llegaban los dinamarqueses de la velocidad increíble, el dominio de pelota
digno de maestros consumados, de sus toques de pelota casi artísticos, propios
de profesionales de dedicación absoluta
a perfeccionar su oficio, fue asombroso y desconcierto. Asombro por la fineza
de aquel fútbol exquisito; desconcierto, porque ahí se vio hasta qué punto en
el fútbol del Río de la Plata, comparado con los dinamarqueses, los alemanes,
los escoceses, llegamos a la conclusión de que nuestros jugadores – expresión de
un fútbol que se muere de viejo- no saben correr, ni manejar la pelota por
falta de oficio.
Y ya
no lucen aquella viveza que los hicieron famosos, ni aquella agilidad de la gambeta
del tiempo de la alpargata y para hacerla corta después del partido en Neza ,
antes de pasar al otro capítulo, un resumen y una profecía: que si a esos
diablos vestidos de rojo de Dinamarca; si a ese alegre grupo de amigos bebedores
de cerveza que juegan al fútbol no los paran a golpes, serán los campeones del
mundo. Lo que iba a morir y murió fue una vieja leyenda de la garra charrúa que
en un tiempo fue verdad y después desvirtuada, encarnecida, falseada, explotada
como fórmula triunfal hasta convertirse en falsificación vulgar de aquello que
había sido hermoso como es hermosa y emocionante la gesta.
La garra
charrúa, la auténtica era la que superaba a fuerza a las fuerzas del alma, del
espíritu, del corazón, esa fuerza hecha toda ilusión y todo coraje, los
momentos más difíciles y amargos para convertir en victoria, los lances que ya –
al parecer – tenían sello de derrota. Garra charrúa, para no ir más atrás en el
tiempo, es la gesta del Mundial número 4 en Brasil, 1950, cuando en una sucesión
de partidos dramáticos, a cual más dramático, el negro Obdulio Varela recibe la
copa de campeón del mundo.
Ese joven
de nombre Miguel Angel y de apellido Bossio supuso el domingo que aquello todavía
podía ser posible. Y frente a los frágiles bailarines de Escandinavia ensayó la
receta, creyendo, confundido que el amparo de los que hicieron creer que
aquello era “la garra charrúa”, podía entrar a repartir miedo descargando unos
espectaculares trallazos sobre las piernas rivales, como expresión cabal del “fútbol
especulación”: hacer lo menos y ganar lo más. El árbitro lo echó. La falsa
garra charrúa se quedó sin su arma predilecta. Y los seis goles que pudieron
ser más hasta alcanzar una cifra bochorno – terminaron con una leyenda.
Epístola
de un reo a los uruguayos: hemos traído líneas arriba el recuerdo de “los
leones de Maracaná” que coronaron aquella hazaña hermosa y heroica del año 50
jugando como se debe jugar, sin pegar una patada, sin recurrir a subterfugios,
sin fingir ser víctimas de faltas, sin chicanas, sin falluterías indignas del
deporte y de los deportistas, merecedores por aquello de que se dijera con
justicia que eran expresión cabal de la garra charrúa.
Vaya el
recuerdo de los celestes que perdieron frente a Hungría en el Mundial de Suiza
54, medio equipo desecho como guerreros heridos en duras batallas, pero
luchando gallardamente y al final, cojos, rengos, muertos, ir a felicitar a los
vencedores.
El
domingo 8 de junio quedó sepultada una leyenda: la de los falsificadores de la
garra charrúa. Con ella, una era de fútbol uruguayo se ha muerto. Renacerá otro
fútbol, sobre otras bases y ojalá sea tan hermoso y tan leal como aquel del
pasado de la mucha gloria.
Tomado
del libro 10.000 horas de fútbol de Diego Lucero
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