19/2/18

Uruguay vs Brasil |1981| El mundialito que sonrojó a la dictadura uruguaya




Por: Miguel Ángel Lara

La FIFA sólo ha organizado una vez un Mundialito. Bajo el nombre de la Copa de Oro, entre diciembre de 1980 y enero de 1981, Uruguay, sede de la primera Copa del Mundo allá por 1930 y entonces bajó la dictadura militar que dominó la pequeña república oriental de 1973 a 1985, recibió a las cinco de las seis selecciones que habían sido campeonas mundiales (Uruguay, Argentina, Italia, Brasil y Alemania) y a Holanda (subcampeona de las dos últimas ediciones) al renunciar Inglaterra. Era la celebración de los 50 años del Mundial. Hoy no queda rastro oficial de aquella cita que con el paso del tiempo ha quedado marcada por su elevadísimo contenido político. En el sitio web de la FIFA no hay referencia alguna y la ganadora, Uruguay, jamás ha reclamado reconocimiento a su éxito.
Al frente del fútbol mundial estaba el brasileño Joao Havelange, que el 30 de diciembre inauguró el torneo con un discurso en el que los guiños al régimen dictatorial uruguayo, salpicado de detenciones ilegales, asesinatos y desapariciones como las que reinaban al otro lado del Río de la Plata, fueron constantes para regocijo de su cabeza, Aparicio Méndez, abogado protegido por el Ejército y nombrado por el Consejo de Estado (las fuerzas armadas) presidente de Uruguay en 1976.

El formato del torneo se ideó en una club nocturno del centro de Zúrich. Personas cercanas a Havelange, en especial Washington Cataldi, como se cuenta en el documental ‘El Mundialito’ de Sebastián Bednarik y Andrés Varela, vieron que había mucho dinero que ganar y de manera sencilla reuniendo a las mejores selecciones de la historia. El 50 aniversario de la Copa del Mundo encontró rápido apoyo entre los militares uruguayos. Su cabeza no estaba en el fútbol y sí en el respaldo que un torneo así podía suponer para el plebiscito del 30 de noviembre. Su sin fin era que los uruguayos aprobaran en las urnas la legitimación del gobierno cívico-militar salido del golpe del 27 de junio de 1973 y la abolición de la Constitución de 1967, que estaba en vigor aunque sin aplicación alguna.
Montevideo se convirtió en un hervidero de reuniones. En ellas aparecieron los organizadores del Mundial de Argentina de dos años antes para tratar desde temas de seguridad a cómo numerar los asientos del estadio Centenario. Entre los nombres que sostuvieron a nivel político el torneo aparece, como en muchos de los procesos oscuros de las dictaduras americanas de los 70 y 80, el del secretario de Estado de la Casa Blanca: Henry Kissinger. Ideólogo de la Escuela de las Américas, academia de formación de los sanguinarios dictadores sudamericanos y sus secuaces, Kissinger puso todo de su parte para que el torneo sirviera de apoyo al régimen de Montevideo.
Uno de los objetivos fue que los guerrilleros tupamaros, con la mayoría de sus miembros en la cárcel o el exilio, no reapareciera con motivo del torneo y supusiera un quebradero de cabeza para los militares como lo fueron Montoneros para el gobierno de Videla en la preparación del Mundial de 1978.

Sin embargo, el clima que iba a reinar en Uruguay al inicio del torneo no era lo que los militares habían esperado. El 30 de noviembre el pueblo uruguayo dio la espalda a la dictadura. Ganó el ‘no’ a la propuesta con el 56,83% de los votos por 42,51 del ‘sí’, distancia que fue abismal en Montevideo: 63,25% contra el 36,04%. Seguros de su victoria, los militares ni se plantearon un fraude electoral. La oposición, segura de que lo habría, tuvo que quemar nada más saber el resultado los carteles y propaganda con los que tenía pensado denunciar la manipulación de las urnas. Ni unos ni otros contaban con que el trabajo de estudiantes y obreros, su boca a boca, fuera a provocar ese terremoto.

El torneo lo abrieron el 30 de diciembre Uruguay y Holanda (2-0) en un grupo que lo completaba Italia. El formato eran dos grupos de tres y los campeones jugaban la final. Se repitió la de 1950 porque Uruguay ganó el suyo y Brasil se impuso en el otro a Argentina y a Alemania al superar en el balance goleador a los argentinos. Al frente de Brasil estaba Sócrates, un demócrata convencido que consiente de lo que pasaba en Uruguay manejó a sus compañeros para que dieran la espalda a cualquier acto oficial y sólo se centraran en la competición.
La final se jugó en un abarrotado estadio Centenario el 10 de enero y se repitió el marcador del Maracanazo: 2-1 (Barrios y Victorino para los charrúas y Sócrates para Brasil). La fiesta que los líderes de la dictadura esperaban se convirtió en un grito de libertad. Aparicio Méndez y los miembros de su gobierno se miraban atónitos cuando, con el partido ganado, de las viejas tribunas del Centenario se apoderó un grito casi salvaje: “Se va acabar, se va acabar, la dictadura militar”. La banda de música quiso acallar aquel clamor, pero fue el propio Méndez el que ordenó que dejara de tocar para no excitar aún más a una masa que no estaba por el silencio.
Lo ocurrido ese día no fue el fin de la dictadura. Es más, entre 1980 y 1982, las universidades uruguayas sufrieron una fuerte represión en lo que fue una caza despiadada de estudiantes cercanos a ideas comunistas o socialistas. Sin embargo, sí fue el germen democrático de un pueblo, el uruguayo, que aprovechó el fútbol para celebrar en público lo que no pudo hacer un mes antes después del ‘no’ a la reforma dictactorial.

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