Por: Miguel Ángel Lara
La FIFA sólo ha organizado una vez un Mundialito. Bajo el
nombre de la Copa de Oro, entre diciembre de 1980 y enero de 1981, Uruguay,
sede de la primera Copa del Mundo allá por 1930 y entonces bajó la dictadura
militar que dominó la pequeña república oriental de 1973 a 1985, recibió a las
cinco de las seis selecciones que habían sido campeonas mundiales (Uruguay,
Argentina, Italia, Brasil y Alemania) y a Holanda (subcampeona de las dos
últimas ediciones) al renunciar Inglaterra. Era la celebración de los 50 años
del Mundial. Hoy no queda rastro oficial de aquella cita que con el paso del
tiempo ha quedado marcada por su elevadísimo contenido político. En el sitio
web de la FIFA no hay referencia alguna y la ganadora, Uruguay, jamás ha
reclamado reconocimiento a su éxito.
Al frente del fútbol mundial estaba el brasileño Joao
Havelange, que el 30 de diciembre inauguró el torneo con un discurso en el que
los guiños al régimen dictatorial uruguayo, salpicado de detenciones ilegales,
asesinatos y desapariciones como las que reinaban al otro lado del Río de la
Plata, fueron constantes para regocijo de su cabeza, Aparicio Méndez, abogado
protegido por el Ejército y nombrado por el Consejo de Estado (las fuerzas
armadas) presidente de Uruguay en 1976.
El formato del torneo se ideó en una club nocturno del
centro de Zúrich. Personas cercanas a Havelange, en especial Washington
Cataldi, como se cuenta en el documental ‘El Mundialito’ de Sebastián Bednarik
y Andrés Varela, vieron que había mucho dinero que ganar y de manera sencilla reuniendo
a las mejores selecciones de la historia. El 50 aniversario de la Copa del
Mundo encontró rápido apoyo entre los militares uruguayos. Su cabeza no estaba
en el fútbol y sí en el respaldo que un torneo así podía suponer para el
plebiscito del 30 de noviembre. Su sin fin era que los uruguayos aprobaran en
las urnas la legitimación del gobierno cívico-militar salido del golpe del 27
de junio de 1973 y la abolición de la Constitución de 1967, que estaba en vigor
aunque sin aplicación alguna.
Montevideo se convirtió en un hervidero de reuniones. En
ellas aparecieron los organizadores del Mundial de Argentina de dos años antes
para tratar desde temas de seguridad a cómo numerar los asientos del estadio
Centenario. Entre los nombres que sostuvieron a nivel político el torneo
aparece, como en muchos de los procesos oscuros de las dictaduras americanas de
los 70 y 80, el del secretario de Estado de la Casa Blanca: Henry Kissinger.
Ideólogo de la Escuela de las Américas, academia de formación de los sanguinarios
dictadores sudamericanos y sus secuaces, Kissinger puso todo de su parte para
que el torneo sirviera de apoyo al régimen de Montevideo.
Uno de los objetivos fue que los guerrilleros tupamaros, con
la mayoría de sus miembros en la cárcel o el exilio, no reapareciera con motivo
del torneo y supusiera un quebradero de cabeza para los militares como lo
fueron Montoneros para el gobierno de Videla en la preparación del Mundial de
1978.
Sin embargo, el clima que iba a reinar en Uruguay al inicio
del torneo no era lo que los militares habían esperado. El 30 de noviembre el
pueblo uruguayo dio la espalda a la dictadura. Ganó el ‘no’ a la propuesta con
el 56,83% de los votos por 42,51 del ‘sí’, distancia que fue abismal en
Montevideo: 63,25% contra el 36,04%. Seguros de su victoria, los militares ni
se plantearon un fraude electoral. La oposición, segura de que lo habría, tuvo
que quemar nada más saber el resultado los carteles y propaganda con los que
tenía pensado denunciar la manipulación de las urnas. Ni unos ni otros contaban
con que el trabajo de estudiantes y obreros, su boca a boca, fuera a provocar
ese terremoto.
El torneo lo abrieron el 30 de diciembre Uruguay y Holanda
(2-0) en un grupo que lo completaba Italia. El formato eran dos grupos de tres
y los campeones jugaban la final. Se repitió la de 1950 porque Uruguay ganó el
suyo y Brasil se impuso en el otro a Argentina y a Alemania al superar en el
balance goleador a los argentinos. Al frente de Brasil estaba Sócrates, un
demócrata convencido que consiente de lo que pasaba en Uruguay manejó a sus
compañeros para que dieran la espalda a cualquier acto oficial y sólo se
centraran en la competición.
La final se jugó en un abarrotado estadio Centenario el 10
de enero y se repitió el marcador del Maracanazo: 2-1 (Barrios y Victorino para
los charrúas y Sócrates para Brasil). La fiesta que los líderes de la dictadura
esperaban se convirtió en un grito de libertad. Aparicio Méndez y los miembros
de su gobierno se miraban atónitos cuando, con el partido ganado, de las viejas
tribunas del Centenario se apoderó un grito casi salvaje: “Se va acabar, se va
acabar, la dictadura militar”. La banda de música quiso acallar aquel clamor,
pero fue el propio Méndez el que ordenó que dejara de tocar para no excitar aún
más a una masa que no estaba por el silencio.
Lo ocurrido ese día no fue el fin de la dictadura. Es más,
entre 1980 y 1982, las universidades uruguayas sufrieron una fuerte represión
en lo que fue una caza despiadada de estudiantes cercanos a ideas comunistas o
socialistas. Sin embargo, sí fue el germen democrático de un pueblo, el
uruguayo, que aprovechó el fútbol para celebrar en público lo que no pudo hacer
un mes antes después del ‘no’ a la reforma dictactorial.
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