Por: @NachoMárquezSalas
Nataniel Rodríguez era fanático de la Universidad de Chile,
y sin embargo no quería que ganara la Copa Sudamericana. Quizás si la final se
hubiese jugado en otro estadio él hubiera adoptado una actitud diferente, pero
se jugaba en el Nacional, y Nataniel creía tener motivos suficientes para
pensar de esa manera. 11 de Septiembre de 1973. Los militares se alzan de forma
tan violenta y tajante, que todo se calló. Dentro de ese fatídico correr de los
días, el Estadio Nacional se convirtió en un símbolo del abuso, del poder
exacerbado y de la capacidad aniquiladora de un gobierno tan ilegal como
contundente. Centro de detención, de tortura y de exterminio, allí cayeron
miles de personas cuyo único crimen (en varios casos) había sido apoyar el
gobierno legítimo y democrático de Salvador Allende. Fueron detenidos muchos
hombres cuyos sueños de libertad los habían impulsado a manifestar su apoyo a
la vía chilena al socialismo. Sueños que ese fatídico 11 quedaron aplastados
bajo la bota implacable de la dictadura. Música, arte, cultura, historia e
identidad agonizaban junto a aquellos hombres que desconocían incluso la
existencia de un futuro más allá de esas torres de iluminación y esos palcos
abatidos de dolor.
En su mente se amontonaban recuerdos dulces y tristes. Él
mismo había ido con su padre a ver al Ballet Azul hacía solo algunos años. Con
12 años Nataniel Rodríguez ya era capaz de distinguir algunas nociones básicas
del fútbol, en gran medida apoyadas por enseñanzas de su padre, y por lo tanto,
disfrutaba de ese equipo azul que salía campeón jugando tan lindo. Él mismo
había visto ganarles a los brasileños del Santos, con el mismísimo Pelé en la
cancha. Se había maravillado también al ver esos espectáculos que se daban
cuando jugaban contra la Católica, y en su mente de niño se preguntaba si los
jugadores defendían sus colores porque habían estudiado en respectivas
universidades. Fiestas de fútbol en las que el estadio se llenaba de gargantas
estridentes y personas agolpadas en las rejas perimetrales deseando poder
entrar a disfrutar de tardes familiares de fútbol y magia.
Y ahora, todo era distinto. Adentro las graderías se habían
llenado de desconcierto, de historias con lugares comunes, de preguntas sin
respuestas, de gargantas que si bien necesitaban desahogar su pena, no se
permitían gritar ese dolor ahí afuera, y lo lloraban adentro, en las noches que
pasaban en esos fríos camarines en los que intentaban, sin mucho éxito,
conciliar el sueño. Esos camarines que habían albergado los nervios y la
adrenalina de esos integrantes del glorioso Ballet Azul cada vez que se
preparaban para salir a barrer rivales con ese juego mágico. Nataniel Rodríguez
había sido testigo de esos días gloriosos de antaño, de azul y cielo, pero ese
sombrío día, todo cambió. Su padre salió a trabajar como todos los días, pero
como nunca antes. Su esposa le dijo que no asistiera al trabajo, que todo
estaba muy raro, que no se sabía que podía pasar; y él que no, que si falto me
pueden despedir, que si pasa algo nos van a mandar temprano a las casas y otras
excusas un poco menos convincentes. Dos días después, Nataniel Rodríguez y su
madre se enteraron de que su padre y esposo llegó a su trabajo, pero no tuvo
razón en lo que iba a ocurrir.
Lo tuvieron retenido a él y a algunos compañeros más. A
todos los había visto en reuniones del sindicato. Después de un rato largo de
silencio y amenazas de los militares que custodiaban a estos “peligrosos
conspiradores”, les ordenaron salir de la fábrica con las manos a la nuca, en
fila india y subirse al camión que les esperaba afuera en completo silencio.
Quien tuviera la idea de proferir palabra alguna o de intentar algún movimiento
extraño, iba a “terminar en el infierno de un balazo, como todos los otros
upelientos”. El acoplado del camión era cerrado, por lo tanto ninguno de los
trabajadores podía ver hacia dónde se dirigían. Estuvieron dando vueltas
alrededor de tres horas, hasta que se detuvieron y los militares abrieron la
puerta del acoplado. Descendieron los trabajadores y bajo las mismas órdenes caminaron
en dirección a la fila que se formó frente a los accesos a las galerías del
Estadio Nacional. Ahí se les hizo un control de identidad y se les escoltó
hacia la escotilla que le correspondía a cada uno. Obviamente, los “peligrosos
conspiradores” no podían estar juntos, así es que todos esos compañeros de
reuniones sindicales no volvieron a toparse en el estadio.
Nataniel Rodríguez y su madre hicieron fila muchas veces
para poder entrar a ver a su padre y esposo, pero nunca lo lograron. Los
militares les decían que nunca estuvo ahí, que quizás estaba en otro centro de
detención, que buscaran en el estadio Chile. Por supuesto que fueron a buscarlo
ahí y las respuestas que recibieron fueron idénticas a las del coloso de Ñuñoa.
El 14 de Diciembre un llamado telefónico a la casa de Nataniel Rodríguez los
despertó del letargo y la ilusión.
Era un compañero de escotilla y camarín que de alguna forma
había conseguido el número de teléfono. Fue preciso y severo, sin eufemismos.
La penúltima vez que lo había visto, lo habían llamado a interrogatorio. La
última vez que lo vio, lo llevaban envuelto en una frazada, descubierta sólo su
cabeza, inerte y sangrando por sus oídos y boca. Dijo además que no compartía
mucho sus experiencias con sus compañeros, pero que tres temas le hacían volver
mágicamente las palabras y el brillo a los ojos: su esposa, su hijo y la
Universidad de Chile, la “Chile”, como diría este compañero de prisión.
De ahí en adelante, Nataniel Rodríguez cultivó un odio
contra todo lo que estuviera relacionado con ese maldito lugar. En realidad,
casi todo. Había algo a lo que no podía dejar de amar. La Universidad de Chile.
Es que ese equipo de fútbol se había convertido en un lazo invisible e
indestructible que lo ataba a su padre. Cada vez que pensaba en “la Chile”,
aparecía en su mente el recuerdo de su padre tomado de su mano, comentando
sonriente los pormenores de algún partido. Como esta dualidad dolorosa le comía
el alma y el pensamiento, optó por no ir nunca más a ese estadio. Si la U
jugaba en otro recinto, ahí iría a verla, pero al Nacional no volvería a ir
jamás. Pasaron muchos partidos inolvidables que él no vio en vivo. La liguilla
del 80 ganada al archirrival en el último suspiro; el descenso, que lo mantuvo
una hora llorando pegado a la televisión; el penal que Borghi ni con una rabona
pudo meter en el arco defendido por Sergio Bernabé; el bicampeonato del 95; el
del 2000; y más recientemente, la vuelta olímpica del Apertura 2011, cuando su
amada U. de Chile dio vuelta un resultado que parecía imposible.
Pero ahora, ahora él no quería que pasara. Porque la
historia debía seguir como había sido hasta entonces. Los blancos, Cobreloa dos
veces, la Católica, los blancos de nuevo, en ese partido donde Pachuca les dio
vuelta el 1-0. La misma U el 96 y el 2010. Eran argumentos suficientes para
esgrimir al momento de afirmar que ningún equipo nacional podía ganar un torneo
internacional en ese estadio, porque estaba maldito, porque estaba manchado con
sangre, porque cuando la hinchada se iba, sonaban los gritos de horror y
tortura que escondían esas capas de pintura. Un torneo nacional, un campeonato,
vaya y pase. Pero una copa internacional, sea cual fuera, era algo totalmente
distinto. Porque ese estadio había sido el lugar donde muchos compatriotas
perdieron la vida, jugando el partido más desigual de la historia.
Al principio no se inmutó demasiado. Ganarle así a Deportes
Concepción para clasificar a la Sudamericana, no revestía mayor inquietud. Un
par de rondas, nos toca con un argentino o un brasilero y listo, estamos fuera
y todo vuelve a caminar y la maldición no se rompe. Pero cuando vio el partido
contra Flamengo, en Brasil, su corazón dio un vuelco para indicarle que algo
grande estaba por pasar. Nataniel Rodriguez veía como la U. de Chile pasaba por
encima de Ronaldinho y compañía, quienes parecían meros espectadores de la obra
maestra que tenía como protagonistas a Vargas, Rojas, Marco y Osvaldo, Herrera,
Mena, Díaz, Aránguiz, Lorenzetti, Castro y por supuesto a Sampaoli. Cuando
terminó el partido y él se fue a acostar, supo que Flamengo ya era historia
incluso antes de venir a jugar la revancha. Luego Arsenal y la misma historia.
Ahora cada vez que empezaba un partido de la U por la Sudamericana, él sentía
una piedra que le subía desde el estómago a la boca y le bajaba de vuelta. Algo
muy grande estaba por pasar. El partido con Vasco en Santa Laura no lo vio,
porque pensó que quizás así la U perdía y no llegaba a la final. Pero en el
fondo de su corazón, él quería que la U ganara y que todo se decidiera en la
final.
Liga Deportiva Universitaria de Quito. Tremendo rival,
invicto en torneos internacionales jugando de local, con un plantel potente,
más encima jugando en la altura. Nataniel Rodríguez vio el primer partido solo.
En el living de su casa y esperando nada. Su respiración se detuvo cuando
Eduardo Vargas sorteó al arquero y demoró en empujar la pelota a la gloria.
Mientras el comentarista vociferaba lo obvio, Nataniel Rodríguez se sentó en el
sillón del living de su casa, mirando el televisor pero viendo nada. Cuando
terminó ese partido en Quito, él se fue a la cocina, calentó agua, se preparó
un té y pensó durante mucho rato, que la historia se había confabulado para
poner todo a prueba. Los recuerdos, la historia, el maleficio, la magia, la
Chile. Esos días que siguieron antes de la final de vuelta se le hicieron
eternos. Finalmente la noche del partido, encendió el televisor, sintonizó el
canal que transmitiría la final y se sentó en el sillón del living de su casa.
Cuando vio que Eduardo Vargas remataba para marcar el primer gol, no lo gritó,
no se levantó, no dijo palabra alguna. Solo se puso de pie cuando terminó el
primer tiempo. Fue al refrigerador, lo abrió y cerró maquinalmente, fue al
baño, volvió al refrigerador, salió a dar una vuelta a la manzana, volvió a su
casa, entró de nuevo al baño, volvió a abrir y cerrar el refrigerador y se
sentó de nuevo en su sillón.
Cuando Gustavo Lorenzetti marcó el segundo, apretó el puño y
lo agitó, como si fuera un gol de descuento, esos que se marcan de visita y que
a veces sirven para acortar la diferencia de gol para la revancha. Fue ahí
cuando el corazón le empezó a latir más rápido de lo normal. Se estaba dando
cuenta de que ahí terminaba todo, o mejor dicho ahí cerraba todo. Ahí se rompía
el maleficio, porque la U iba a dar la vuelta olímpica de un torneo
internacional en ese maldito estadio. Ahí comenzaba la magia, porque la U de
Chile era capaz de acabar con todo el dolor y la muerte que habían sembrado los
militares antes. Cuando Vargas repitió y selló el 3-0, Nataniel Rodríguez se
puso a llorar, pero no como ese 14 de Diciembre de 1973, con rabia, dolor y
odio. Este era un llanto nuevo, un llanto de alivio. Un llanto un poco
ridículo, porque no entendía a esa altura como era posible desear y esperar que
ese equipo no fuera campeón en ese lugar, si ese equipo era más fuerte que todo
el odio, toda la destrucción, todo el llanto y la humillación. Se secó las
lágrimas y se encontró al árbitro levantando los brazos para indicar el final,
el campeonato, la algarabía desatada. Fue en ese momento cuando Nataniel
Rodríguez se encontró a sí mismo llorando y alzando los brazos y la mirada al
cielo, para traspasar la muerte y encontrar y abrazar a su padre, que cayó en
ese lugar terrible, desde donde ahora la U. de Chile, “la Chile”, lo estaba
haciendo gritar y llorar de alegría.
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