Por: Guillermo Ortiz.
Kim Vilfort recibió la llamada y decidió que lo mejor
era volverse. Quizás el error, en primer lugar, estuvo en ir a Suecia mientras
su hija de siete años luchaba en la cama contra la leucemia. Las tragedias
también se ceban con los jugadores profesionales aunque sean casi desconocidos,
centrocampistas del Brondby con bigote y nervio ochentero.
Antes de irse, en cualquier caso, Vilfort, treinta años,
dejó el típico mensaje para los compañeros: «Volveré pronto, serán unos días,
no quiero perderme la final». Un guiño competitivo que parecía más un brindis
al sol que cualquier otra cosa porque Dinamarca había cerrado sus dos primeros
compromisos sumando solo un punto, empate a cero sorpresa ante la Inglaterra de Lineker en
la primera jornada y derrota ante la anfitriona Suecia en la segunda. Ni
Vilfort ni ninguno de los demás daneses deberían estar ahí, para empezar. El
tópico dice que les sacaron de la playa para ponerles a jugar una Eurocopa y
por una vez el tópico no miente: solo se supo que Yugoslavia iba a ser
sancionada diez días antes del inicio de la competición, entrados ya en junio
de 1992.
Si por la UEFA hubiera sido, y en eso Lennart Johansson fue
claro, Yugoslavia habría jugado. Habría jugado con un equipazo, por cierto,
incluso lastrado por las ausencias croatas. Tuvo que ser la ONU la que
extendiera su veto a las competiciones deportivas, sancionara la presencia
yugoslava en Suecia y un mes después se cargara su sueño olímpico. Los tiempos
de bombardeos sobre Mostar habían dado paso a francotiradores a sueldo en
Sarajevo, una espiral de la crueldad y Europa, como siempre, reaccionó con
estrépito pero una cierta distancia. Sin mojarse demasiado, no fuera a ser…
El caso es que, volviendo al mito, el seleccionador Moller-Nielsen tuvo
que llamar uno a uno a sus jugadores por teléfono, localizarles por todo el
mundo para convencerles de que la aventura sueca tenía sentido. Dinamarca había
asombrado al mundo en los ochenta, especialmente durante el período de 1984 a
1988, pero su falta de competitividad siempre le dejaba fuera de los
pronósticos. En la clasificación de 1992, ya con Michael Laudrupabiertamente
enfrentado a su entrenador, los daneses quedaron segundos, a un punto de la
Yugoslavia del macedonio Darko Pancev, máximo goleador de aquel torneo
clasificatorio.
¿De verdad estaban todos los daneses en la playa? Es
complicado de creer. Alguno habría, al fin y al cabo la liga acababa de
terminar. Alguno llegaría después a la concentración y se pondría a beber
cerveza como un loco, tal y como reza el otro tópico… pero es de suponer que
muchos estarían atentos. Las sanciones a Yugoslavia estaban a la orden del día
y ellos sabían que en ese caso sería su turno. Con lo que desde luego no podían
soñar, ni Vilfort ni nadie, era con que el equipo fuera mínimamente
competitivo. Eran los noventa, los equipos empezaban sus «preparaciones
científicas», el control exhaustivo de los Sacchi, Clemente, Capello, Lazaroni y
compañía inundaba los manuales, y un equipo sin preparación, sin orden… y sin
Michael Laudrup tenía sus días contados.
Ante la Francia suicidófila de Cantona y Papin
Un punto en dos partidos. Ese era, decíamos, el bagaje de
Dinamarca en la Eurocopa 92 antes de la marcha de Vilfort. El último rival era
Francia, la gran Francia de Papin y Cantona apoyada por los Deschamps, Blanc,Ginola, Boli y
el mismísimo Luis Fernández. Una mezcla de veteranía y juventud que les
había servido para eliminar a España en la fase previa y colocarse a un empate
de las semifinales, con Michel Platini como seleccionador. El
objetivo de ese equipo era el Mundial de 1998, crear un núcleo que sirviera
para aquel año y si de paso caía esta Eurocopa o el Mundial del 94, mejor que
mejor.
Sin embargo, aquel era un equipo con tendencia al suicidio.
Nunca se vería más claro que en 1993, cuando a falta de un punto para
clasificarse para el Mundial de Estados Unidos, perdió consecutivamente con
Israel y Bulgaria en el Parque de los Príncipes, en ambos casos en el tiempo de
descuento. Aquella era una selección confusa: jugadores muy comprometidos pero
muy limitados junto a jugadores decisivos pero con tendencia a la jaqueca en
los grandes partidos. Enfrente, Henrik Larsen, modestísimo jugador del
Pisa italiano, sustituía a Vilfort y Moller-Nielsen mantenía la estructura de
siempre: Povlsen, un muy anodino delantero centro salido de la cantera del
Real Madrid que espantaba defensas junto a Christensen, y detrás de ellos,
el mago Brian Laudrup, hermano pequeño de la gran estrella y jugador
esporádico del Bayern de Munich, que no había mostrado interés alguno en
renovarlo.
Brian tenía menos clase que su hermano pero parecía más
contundente, más práctico, más directo. No es casualidad que pasara sus
siguientes años en Italia, aunque no llegara a triunfar como en aquella
Eurocopa. Tenía veintitrés años y todos los ataques daneses pasaban por él,
igual que todos los rivales acababan en Jansen,Christofte, Olsen y Nielsen,
ese embudo impenetrable. Si alguien osaba pasar todas las líneas y acercarse a
la portería —Dinamarca era un equipo romántico pero, no nos equivoquemos, era
un coñazo de equipo— estabaPeter Schmeichel, la gran estrella sin discusión, el
portero titular del Manchester United, venido de su primera temporada en
Inglaterra tras un traspaso que Alex Ferguson titularía como «el
chollo del siglo» sin que le faltara mucha razón.
Schmeichel no solo lo paraba todo sino que tenía esa
facilidad para transmitir a sus compañeros que lo iba a parar todo, que no
se preocuparan, que ellos, a lo suyo. Así, Larsen marcó en el minuto 8, a
Francia le entró una crisis de ansiedad, Papin empató en el 60 pero Elstrup volvió
a adelantar a los daneses en el 78, resultado que Francia, con esa actitud, no
iba a remontar. Al triunfo danés tenía que unirse la no victoria de Inglaterra
ante Suecia y así se dio. Por sorprendente que fuera, Dinamarca estaba en
semifinales como segundo de grupo, y Vilfort tenía de nuevo un motivo para
alejarse de su mujer y su hija y echar unos partiditos a pocos kilómetros de
casa.
Cuando Schmeichel frustró a Van Basten
El rival en semifinales era Holanda. Con Holanda todos
tenemos un problema: nos cae bien, nos gusta como juega, pero su fatalismo
resulta atractivo. Como si no pudieran fracasar una vez más y sin embargo…
Aquella Holanda de los Gullit, Rijkaard, Van Basten y
compañía había ganado la Eurocopa de 1988 y era la máxima favorita para repetir
título, pero la experiencia del desastre total del Mundial 90, marcado por las
molestias de Marco Van Basten, no hacía presagiar nada bueno.
De alguna manera, en Goteborg se daban cita dos historias
trágicas y por lo tanto románticas: la eterna favorita, la Brasil europea, la
columna vertebral del mágico Milan de finales de los ochenta frente a los de
las cervezas y la playa. Si a uno le gustaba el fútbol, lo normal era que
apoyara a Holanda; si le gustaban las novelas, lo normal era que animara a
Dinamarca. Las dos historias, en cualquier caso, merecían contarse.
Los focos se centraban en el nuevo Laudrup y en el viejo Van
Basten. Mientras, Vilfort volvía a Suecia con una promesa en su corazón: ganar
la Eurocopa antes de que su hija muriera, conseguir que la niña viera y
entendiera lo que estaba haciendo su padre. Puede que la historia quiera contar
que los daneses se lo pasaron muy bien y eran una panda de gamberros pero aquel
hombre estaba viendo morir a una niña de siete años y lo único que supo hacer
su familia fue empujarle a cruzar el canal y unirse a sus compañeros.
Más de veinte años después, la procesión de nombres de
aquella selección holandesa aún impresiona: Van Breukelen, Koeman,
Rijkaard, Frank de Boer, Gullit, Kieft, Van Basten, Winter…
incluso un joven Dennis Bergkamp, que justificó su titularidad empatando
el temprano gol de Larsen, siempre Larsen, el mismo que antes del descanso puso
el 2-1: los daneses encerrados en su área, al borde siempre del desastre pero
encontrando el recurso necesario, la pierna que choca en el último momento con
el balón, la parada a una mano de Schmeichel, el fallo increíble del delantero
«oranje»…
Nadie dudaba de que Holanda era la favorita para ese partido
pero a falta de cuatro minutos, el equipo perdía y se iba a casa una vez más.
Entonces apareció Rijkaard en su especialidad: rebañar balones sueltos a balón
parado y empalmarlos en la portería contraria. Empate a dos en el minuto 87. El
palo para los daneses fue tremendo: aquel equipo había remado y remado… y lo
único que había conseguido era ganarse treinta minutos más de suplicio. ¿Quién
podía imaginar otra cosa que una victoria naranja en ese tiempo extra, con los
chicos de rojo y blanco ya agotados, pagando su falta de preparación física?
En parte fue así: Holanda atacó y atacó, pero Schmeichel lo
paró todo. Absolutamente todo. Era un hombre fuera de sí, incluso en su rostro,
la sensación de tener un don que no se repetiría jamás de esa manera. Dinamarca
aguantó hasta los penaltis. Ahí, Schmeichel completó el festival parando el
segundo lanzamiento, el de Van Basten. Los demás sólidos daneses cumplieron,
uno a uno, frustrando a Van Breukelen, el fornido portero del PSV Eindhoven.
Kim Vilfort marcó el cuarto. No sería su último gol en el
campeonato.
Los once hombres con los que nadie contaba: la final contra
Alemania
Así que, dieciséis días después de empezar el torneo, ni
siquiera un mes después de que Moller-Nielsen empezara a hacer recuento
telefónico, aquellos tipos estaban en la final. En un deporte donde juegan once
contra once y siempre gana Alemania, sus opciones no eran demasiadas. En
efecto, enfrente tenían a la vigente campeona del mundo, la selección que se
había cargado al anfitrión en semifinales con una solvencia pasmosa.
Era, con todo, una Alemania crepuscular, con jugadores rumbo
a su último baile: Illgner, Brehme, Köller,Klinsmann, Riedle…
y junto a ellos el recambio para el 94 en forma de Effenberg, Sammer, Hässler…
Una generación de ganadores junto a otra generación de ganadores, unos llegando
un poco tarde y los otros un poco pronto. Aquella Alemania no enamoraba como no
enamoraba ninguna selección de principios de los noventa, pero era pétrea, sin
resquicios. ¿Cómo podría Dinamarca con su Povlsen y su Larsen meterle mano a
ese equipo?
Haciéndolo. Punto.
Jugando cada minuto con una intensidad desbordante, como
movidos por una fuerza superior, una misión, la conciencia de que aquello no se
iba a repetir jamás y que no valía de nada volver a casa con la cabeza bien
alta, había que volver victoriosos, había que hacerlo, además, ante los
mejores, por si había dudas. Jugar contra Inglaterra, Suecia, Francia, Holanda
y Alemania en dos semanas y acabar ganando el campeonato no es cualquier cosa.
Había en Dinamarca la conciencia del momento histórico mientras en Alemania
había cierto pánico a la rutina. El partido estaba ganado de antemano, los
aficionados ya habían saltado de alegría cuandoChristofte marcó el gol que
eliminaba a Holanda… ¿Qué podían hacer en esos noventa minutos sino perder?
Y si el equipo estaba nervioso, más lo estuvo cuando en el
minuto 18 John Jensen disparaba con todas sus fuerzas dentro del área
y el balón se le colaba a Illgner por su palo. Aquello sí que era un milagro.
Como diría después Peter Schmeichel: «¿Si tuvimos suerte? John Jansen marcó un
gol, con eso te lo digo todo». A partir de ahí, la histeria. Es raro ver a un
alemán histérico pero a veces sucede. El equipo de Berti Vogts se
lanzó al ataque pero ahí estaba de nuevo Schmeichel, en el mismo lugar en el
que había acabado el anterior partido. Es casi imposible recordar una actuación
tan decisiva de un portero en unas eliminatorias de cualquier campeonato.
Schmeichel parando el balón a una mano, a dos, por el suelo, por alto,
dominando el juego desde la portería.
Los minutos pasaban y el campo parecía inclinado pero solo
uno de los dos equipos sabía lo que estaba haciendo. La épica quedaba algo más
cerca, lo imposible.
En el 78, tras un rechace en el medio del campo, el balón
llegaba a Vilfort, vuelto de un segundo viaje a Dinamarca. Su hija había empeorado,
no había nada que hacer. El mediocampista estaba solo ante dos defensas y a
unos diez metros del área. No le importó. Era su momento, dejó botar el balón,
se lo llevó con la derecha, dejando a contrapié a los dos alemanes, y chutó con
la izquierda, raso, al palo de Illgner, que de nuevo se había lanzado para
nada. Tan ajustado fue el tiro que llegó a golpear la cepa del poste para
acabar entrando tranquilamente, como si nada, toda la aparatosidad alemana
hundida en un ejemplo de simpleza: controlo, oriento, tiro y gol.
Tenía que ser Vilfort. El único que creyó desde el
principio. Al finalizar el encuentro, todos abrazaban a Schmeichel mientras Kim
lloraba en medio del campo. Era el hombre más feliz del mundo y lo fue, al
menos, durante diez días de tregua; todo el tiempo que la muerte concedió a su
hija.
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