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“Una vez que se adueña del escenario, jamás amaga con dar un
paso atrás para ceder su lugar a los demás actores”
Norman Mailer (1923-2007) habla de Muhammad Ali en su ensayo sobre la primera
pelea con Joe Frazier: ‘En la cima del mundo’ (1971)
Por Hugo Asch
Messi es Gardel, me dije mientras lo veía en acción el
jueves pasado. Fue un minuto mágico, entre los 6 y los 7 del segundo tiempo.
Entonces lo recordé. Fue el día en que me hice fan.
Me había pasado todo el día con Gardel en la Chacarita, típica nota de la Siete
Días de los años setenta. A ese cronista de 19 años que solo sabía de Zappa,
Crimson o Spinetta, lo shockeó aquel desfile loco de tipos engominados que
daban cátedra sobre conciertos o grabaciones, las venerables ancianas que flor
en mano juraban haber tenido una noche de amor con él y las que esperaban turno
para colgarse del brazo de la estatua que, canchera como nunca, sostenía el
faso siempre encendido. Los 24 de junio eran así: el rito de la muerte es una
extraña fiesta en este rincón del mundo. A la noche tocaba ir al cine Loria, en
el Once, donde a sala llena daban tres-películas-tres: El tango en Broadway,
Cuesta abajo y El día que me quieras...
Todavía conservo la foto del ciego que entrevisté a la
salida, capaz de repetir sin fallas los diálogos previos a cada canción. Pero
lo más impresionante en esa noche de gola y bordonas sucedió cuando me paré de
espaldas a la pantalla, con la luz del blanco y negro iluminando la sala.
Cuando Gardel sonreía, todos, hombres y mujeres, repetían esa misma sonrisa en
sus butacas; las cejas arqueadas, la cabeza que apenas se mueve de lado a lado
y hacia atrás, en éxtasis. Eso es la seducción, pensé.
Las mismas sonrisas descubrí en el público de Mendoza, luego
de la breve obra maestra de Messi. Que comenzó cuando durmió en su empeine
zurdo un pase llovido que recibió bien volcado a la derecha, presionado por
Lodeiro. Aún defendía ese balón de espaldas, con cuerpo y brazos, cuando Corujo
abandonó su marca y picó como una moto, paralelo a su arco, dispuesto a trabar
y dar por terminada la cuestión. El movimiento de Messi tuvo la delicadeza de
una pincelada de Van Gog.
Apenas amasó la pelota con la suela y la deslizó entre las piernas del rival,
cambiándola de pie. ¡Ooolé…! Corujo pasó de largo como un toro de lidia, la
pierna izquierda estirada, recta, tiesa, ya entregada al vacío. Luego giró,
asombrado y confundido, mientras Messi tocaba con Zabaleta y la recibía otra
vez para hacer equilibrio pegado a la línea, cambiar de perfil y encarar. Silva
lo paró con foul.
El tiro libre, bien abierto, tenía dos destinos lógicos: centro para la cabeza
de un compañero o remate en comba al primer palo. Muslera, preparado para una u
otra opción, se enfrentaría a una tercera variante, la más difícil, pero la más
lógica tratándose de un jugador como Messi. La pelota dibujó una comba amplia,
perfecta, que tenía como destino seguro el ángulo más lejano. El arquero
retrocedió y, con un manotazo desesperado la sacó al córner. Doble milagro.
Algunos le hacían la reverencia, como en el Camp Nou. Otros
sonreían, llenos de asombro, agradecidos, seguros de estar viendo algo
excepcional. La misma sonrisa de aquellos que se entregaban a la magia de
Gardel en el cine Loria. Puro placer.
Su gol definió el partido. Fue una ráfaga. La recibió de Mascherano en el
medio, de espaldas al área. Hubo un rebote y entonces la enganchó de taco, picó
en diagonal de derecha a izquierda, amagó seguir, frenó, giró y sacó el zurdazo
seco, abajo. El final se ensució gracias a un hecho fortuito, un favor que no necesita
su precisión de cirujano. Su remate se desvió en Giménez y le cambió la
dirección a Muslera. La foto fue su grito de desahogo, los puños cerrados, los
abrazos.
El nene eterno ya es un hombre de 29. Esa barba tupida es un síntoma. Messi
maduró, o quizá recién ahora se nota su crecimiento. En la cancha hace lo de
siempre y se burla de los límites. Pero además participa, corre, discute, se
enoja, huye de aquella melancolía que lo paralizaba. Hay algo nuevo en él y no
es tintura.
Para nada creo en la teoría conspirativa que vio en su
renuncia una manera de desviar la atención y proteger a sus compañeros en la
derrota. Pienso que se hartó. Menos de Martino que de arañar copas y luego
verlas brillar en manos ajenas. Suena increíble que un personaje de su dimensión
pueda conmoverse con lo que los demás digan de él. No en su caso. Messi es un
chico simple que estaba desolado por haber perdido su tercera final en tres
años. Quería irse, meterse abajo de la cama. Lo hizo.
Cambió de look como cualquier hombre recién separado o en crisis. Y volvió
porque tenía que volver: ni los sponsors ni la FIFA pueden darse el lujo de un
Mundial sin su presencia. Jugó contra Uruguay porque necesitaba hacerlo, sí o
sí, después de semejante escándalo. Se notó. Este Messi pleno, seguro de sí
mismo, que se entusiasma contándole cosas a los cronistas como un debutante, se
fortaleció cuando –por fin–, se sintió parte, aquí.
Parece absurdo pero no lo es. Tomás Eloy
Martínez, un periodista y escritor publicado en medios de todo el mundo,
contaba que su sueño en los años de exilio era ver su firma en La Gaceta, el
diario de Tucumán, su provincia. Ni la fama ni los millones pueden satisfacer
ese deseo interno, esa necesidad. Se da o no se da y a Messi, el niño rico con
tristeza que pasó más de la mitad de su vida en Cataluña pero habla como si
jamás hubiese salido de Rosario, no se le daba. Hasta ahora.
Bauza fue la primera buena noticia en medio del show de ineptitud, torpeza y
mezquindad de la dirigencia argentina; Pérez y su comisión nosecuántodora y los
otros, nostálgicos del socialismo mafioso grondoniano.
La segunda buena noticia es este Messi, más ingenuo o terráqueo, todavía
enamorado de lo imposible
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