En 1993, la marea del racismo estaba subiendo. El olor a
peste ya se sentía, como una pesadilla que vuelve, en toda Europa, mientras se
sucedían algunos crímenes y se promulgaban leyes contra los inmigrantes de los
países que habían sido colonias. Muchos jóvenes blancos no encontraban trabajo,
y la gente de piel oscura empezaba a pagar el pato.
En ese año, un equipo de Francia ganó, por primera vez, la
copa europea. El gol de la victoria fue obra de Basile Boli, un africano de la
Costa de Marfil, que cabeceó un tiro de esquina lanzado por otro africano,
Abedi Pelé, nacido en Ghana. Al mismo tiempo, ni los más ciegos militantes de
la supremacía blanca podía negar que los mejores jugadores de Holanda seguían
siendo los veteranos Ruud Gullit y Frank Rijkaard hijos de hombres de piel
oscura venidos de Surinam, y que el africano Eusebio había sido el mejor de
Portugal.
Ruud Gullit, llamado el "Tulipán Negro", ha sido
siempre un clamoroso enemigo del racismo. Entre partido y partido ha cantado,
guitarra en mano, en varios conciertos organizado contra el Apartheid en África
del sur, y en 1987, cuando fue elegido el jugador más destacado de Europa,
dedicó su Balón de Oro a Nelson Mandela, que llevaba muchos años encerrado en
la cárcel por el delito de creer que los negros son personas.
A Gullit le operaron tres veces una rodilla. Las tres veces,
los comentaristas lo dieron por liquidado. Pero resucitó, a puras ganas:
-"Yo sin jugar, soy como un recién nacido sin chupete".
Sus veloces y goleadoras piernas, y su físico imponente coronado por una melena
de rulerío rasta, le han ganado el fervor popular en los equipos más poderosos
de Holanda y de Italia. En cambio, Gullit nunca se ha llevado bien con los
directores técnicos ni con los dirigentes, por su costumbre de desobedecer y
por su porfiada manía de denunciar a la cultura del dinero, que está convirtiendo
al fútbol en un asunto más de bolsa de valores.
Eduardo Galeano - El fútbol a sol y sombra
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