30/5/14

India Vs Corea del Norte. 1976. Los Mártires del balompié

Sócrates y Zico. 1982





El tiempo es un niño que juega.
Heráclito.


A Bangar hace siglos que no lo veo. Muchas veces me ha parecido reconocerlo en otros individuos, de espaldas, confundiendo sus largas melenas con las de mi amigo. Pero, al girarse sorprendidos hacia mí, el  espectro de aquella belleza inquietante que tenía Bangar se esfumaba en el aire, y también la ilusión estúpida de volver a encontrarlo tal y como era hace treinta y tantos años, en el verano en el que brotó la estirpe de los melenudos, cuando vimos propagarse a los melenudos, colonizar los noticiarios y las playas.
En aquella época el fútbol, como todos los territorios de nuestra existencia, se llenó  de largas melenas. Había algo mesiánico en aquel exceso: los melenudos traían paz, portaban una sabiduría de contornos bastante imprecisos, una sabiduría esotérica que solo podían compartir con otros melenudos. Sin embargo, era cuestión de tiempo que ese mensaje prendiera y saltara en todas direcciones por caminos de pólvora. Ya sé que la pólvora es un símbolo bélico: pues mejor, había también una pólvora del pacifismo. Y los melenudos eran los elegidos para trazar los caminos de la pólvora, para estallar los polvorines de una nueva época de fraternidad universal, para incendiar la vida.
A Bangar, con sus largas melenas, es verdad, hace siglos que no lo veo. Pero esta mañana contemplé en el patio las jugadas de un chico que se fingía Bangar, que celebraba los goles con idénticos gestos y rituales, que parecía tan feliz como él cuando era el goleador de nuestro combinado nacional. Esta vez sí que me pareció reconocer su espíritu, pues quien se entrega a la imitación de su ídolo ¿no es, de algún modo, un poseso, alguien en quien el ídolo encarna?
Me asombró que un muchacho se acordara todavía de Bangar, y más en un país como el nuestro, paraíso del críquet, un país en el que se celebran festivales para ver a los elefantes jugar fútbol (el año pasado asistieron diez mil personas en Kaziranga a un partido entre elefantes, ¡diez mil personas!), un país en el que las madres sueñan con que sus hijos estudien en Inglaterra, se peinen a raya, practiquen críquet o polo. Esto hacía aún más sorprendente que un muchacho que jugaba descalzo en el patio del colegio se acordara todavía de Mahendra Bangar, el goleador melenudo. Me quedé hipnotizado observándolo; el chico acababa de hacer un gol lleno de inteligencia callejera, o de pillería, o de inteligencia y pillería, si es que no son la misma cosa, movido por idénticos impulsos de su ídolo, especialista en quiebres iguales, cambios de ritmos iguales, lanzamientos con efectos iguales. Y, lo que es más importante: con una melena casi idéntica a la que lucía Bangar. Un ejemplo más de cómo los espectros de la memoria buscan cuerpos jóvenes en los que encarnarse, para hacernos pedazos el corazón, para qué si no.


LA PRIMERA VEZ QUE VI MELENUDOS fue en Qatar, nación que acababa de obtener su independencia. (En cuanto una nación se independiza, lo primero que hace es organizar algún trofeo internacional. Es un perfecto escaparate). Entonces yo era un niño y había sido convocado para la selección sub-17. No defendí la portería ni un solo minuto en todo el campeonato, pero, eso sí, vi los primeros melenudos de mi vida. Los había a decenas entre los jugadores de Holanda, de Italia, de Argentina. Nuestras madres nos habían enseñado a peinarnos a raya, con colina, haciendo grandes esfuerzos porque ningún solo cabello abandonara la disciplina de línea recta. Deslumbrados por aquella magnifica sabiduría de los tiempos modernos, la melena, decidí que no volvería a cortarme el pelo. Cuando llegué a la selección absoluta (en la que, dicho sea de paso, no cubrí la portería como titular si no en partidos amistosos) me llamaban León Jeoomal. Y en mi país donde el tigre es emblema de la fuerza incluso del dominio de la fuerza (Shiva cabalga sobre un tigre porque ha sometido al deseo), León no es exactamente un piropo.
Poco a poco los melenudos, como escribió Passolini, se fueron multiplicando como los primeros cristianos. Los futbolistas, las estrellas de rock y del cine, los escritores de la generación beat, todos se inscribían como ciudadanos en el censo de un mismo territorio festivo, de una nación común de la alegría, y comunicaban al mundo con sus largas melenas el sentido profundo de apostolado: somos portadores de una nueva sabiduría que les será revelada a su debido tiempo. Mientras tanto, contemplen nuestro cabello flotando en cámara lenta, observen nuestro juego en la moviola, el idioma de nuestro pelo volando por el aire mientras rematamos un centro desde la banda, nos lanzamos en plancha hacía el esférico, o (caso de los porteros nos lucimos en una estirada imposible para repeler el balón in extremis). En efecto, los melenudos colonizaron también el deporte y por primera vez en la historia, el fútbol corría de la mano de la vida, codo con codo.
La primera vez que incluyeron a León Jeoomal en una convocatoria de la selección absoluta, el equipo disputaba la fase de clasificación para la Copa de Asia. La otra novedad en la convocatoria del míster fue el delantero Mahendra Bangar, que había ingresado al torneo nacional después de formarse en la cantera del Nottingham Forest. Bangar, pues, se había educado en Inglaterra, lo que toda madre de nuestra patria ansiaría para su retoño. Sin embargo no regresó de Europa peinado a raya y enamorado del críquet. Lucía una larga cabellera acorde con el espíritu de los tiempos. Por una extraña maldad del destino, años atrás, su madre se había hecho peluquera para poder pagarle el tiquete a Inglaterra, porque con lo que el padre ganaba en la herrería no les alcanzaba. Le reprochó, desde luego, aquella melena salvaje, silvestre, a decir ella, hecha de abandono, de descuido. Este es un detalle importante para entendernos, porque, a pesar de que en el fútbol actual también hay melenas, se trata de melenas cuidadísimas, de peluquería, cultivadas con mucho mimo y dinero.
La inclusión de Bangar fue un acierto, pues el delantero, aun habiendo ofrecido una trayectoria muy irregular en Europa, explotó, como suele decirse, aquella temporada con la camiseta nacional y se ganó la titularidad de inmediato. Se volvió imprescindible. No solo marcó la mayor parte de nuestros goles, sino que contagió al equipo de una alegría traída del más allá, una alegría importada de Inglaterra: aquella explosión que se inició con los cuatro gurús de Liverpool y sus femeninos flequillos convertidos, a la altura de los primeros setenta, en largas cabelleras que colgaban sobre los hombros. Con la llegada de Mahendra al equipo se encendió algo entre nosotros, una luz en medio de todos nosotros que se repartía, te acariciaba, te daba la seguridad de que aquel era el momento y el lugar de cambiarlo todo, de invertir el rumbo de los espíritus. Cada cierto tiempo, el universo envía a una serie de emisarios para que prendan las antorchas de una nueva era. El fútbol de Bangar, adornado por su larga cabellera castaña, tenía poder suficiente para generar un nuevo estado del alma. Había que verlo luchar, como un dios primitivo, un dios pequeñito y solitario allá en el centro del campo, aguardando su momento, mientras los compañeros cerraban filas, achicaban espacios, repartían leña. Allá, sin otra compañía que la de un defensor rival (o dos defensores) y cuatro sombras, sus cuatro sombras proyectadas por cuatro focos, Bangar recordaba a un animal mitológico; guerrero indómito, Bangar; resolviéndose contra las fuerzas extranjeras, Bangar, héroe de epopeyas milenarias, Bangar.
Así que cuando alcanzamos la fase final del campeonato, que se celebraría en China, solo Balaji lucía una cabeza afeitada. Los demás fieles al espíritu de nuestro líder, nos habíamos integrado en la cofradía universal de los melenudos. Porque, en tanto que representantes de un combinado nacional, cada cual del suyo, ¿defendíamos en realidad a nuestro país?, ¿no éramos todos los futbolistas de larga melena ciudadanos de una patria común, ya procediéramos de Israel o de Palestina, de India o de Pakistan, compartiéramos o no la misma lengua? Corría el verano del 76, aunque 1976 no parecía un año, sino una exhibición de fuegos artificiales.


SIGO CON LA MIRADA, AÚN HIPNOTIZADO, LOS MOVIMIENTOS DE ESE NIÑO descalzo y greñudo, poseído por el espíritu de mi amigo. Me parece que esta última jugada de gol la conozco, se me antoja una imitación perfecta de otra jugada que ya  he visto con anterioridad, como si en vez de una jugada fuera un paso de baile, una coreografía o una frase hecha. Y esto  no deja de ser irónico, porque la especialidad del propio Bangar era, precisamente, imitar jugadas ajenas. Sus goles no eran originales. Quiero decir: los ejecutaba, pero no los inventaba él. Eran calcos exactos, copias compulsadas de otros goles célebres. Subían al marcador exactamente igual que los otros, desde luego, pero eran fieles reproducciones de otros, meros plagios. Y pondré un ejemplo: Primera jornada de la ronda clasificatoria para la Copa de Asia. Rival: Malasia. Minuto treinta y ocho de la segunda parte. Cero a cero en el marcador. Bangar recibe a pocos metros por delante del círculo central. Controla el balón alzando la diestra por encima de la cintura, estirándose como un gimnasta. Se gira y avanza. Mira a la izquierda y derecha pero no encuentra ayuda, nadie desmarcándose, nadie de su equipo por delante del balón. Entonces distingue una línea imaginaria en el suelo. Una diagonal hacia el costado derecho del área de los rivales. Arranca. Cambia de ritmo y descoloca a los defensores, los desactiva. Sigue la línea, se obstina en ella, galopa sobre ella, es un tren monorraíl sobre una línea recta por una tirolina maravillosa que atraviesa el estadio sin que nadie más pueda verla, nadie sino Bangar. Corre y corre. Alcanza el área pequeña en su galopada y, sin dar tiempo al pensamiento, cruza el balón al palo largo. Gol. Uno a cero a falta de siete minutos para que termine el encuentro.
Este tanto de Bangar era un calco exacto del que George Best le marcó a  Sheffield en 1971. La jugada consistía en el mismo número de pases (contados desde que el balón era puesto en circulación luego de un saque de banda), duraba exactamente el mismo tiempo, intervenía exactamente el mismo número de defensores. Y el secreto de ambos goles era uno y el mismo: algo, alguien (¿quién?) había trazado una línea sobre el césped, una diagonal invisible para los rivales. Tanto el gol de Bangar como el de Best se basaban en la obstinación, en la tozuda galopada de ambos sobre aquella línea, la misma línea, en idénticas coordenadas, para desconcierto de los defensas, que siempre esperan del atacante cualquier quiebre, giro, cambio de ritmo, pase atrás, lo que sea, pero no esa tenacidad sobre la diagonal, obsesiva, mecánica, propia de otros deportes más rudos como el rugby o como el fútbol americano.


PRIMERA HPÓTESIS SOBRE BANGAR. Desde luego, no fui el único que se percató de estas similitudes. Pero en su tiempo nadie alcanzó a captar la enigmática exactitud de cada copia, nadie sino yo, desde el banquillo de los suplentes. Algún comentarista deportivo señaló el parecido gol con aquel otro gol, pero sin llegar a comprender, no obstante, el alcance filosófico de las evoluciones de mi amigo Bangar. En ese sentido, Bangar hacía las delicias de la prensa deportiva del país, siempre más interesada en el críquet, el polo y los elefantes que por el balompié. Lo único que no perdona un periodista deportivo es que un jugador no se parezca a ningún otro, porque necesita hacer notar su erudición con el pretexto de comentar una jugada: “este gol me recuerda mucho al de George Best marcó a Sheffield en 1971; este otro me recuerda al que Pelé le hizo a Suecia en el mundial del 58.”
En realidad, el gol de Bangar a Malasia no se parecía al de Best: era el de Best, existía ya. Pero existía el que le hizo a Jordania en la misma ronda (copia del que el polaco Grzegorz Lato marcó a Brasil en el Mundial del 74) y los dos que le hizo a Camboya (copia de los dos que el brasileño Vavá le marcó a Suecia en la final del Mundial del 58).  La pregunta realmente inquietante es si el propio Bangar se percataba o no de que operaba como un copista, de que sus malabarismos con el balón eran puras reproducciones, de que no era una autentica estrella, sino un doble de todas las estrellas. Los psiquiatras llaman criptoamnesia al robo involuntario de ideas ajenas. Uno puede creer que inventa un verso, ignorando que lo leyó hace años y que permanece, residual, navegando por su subconsciente como una culebra asoma su lengua y la confundimos con la nuestra propia, la confundimos incluso con nuestra libertad. Tal vez Bangar no era libre sobre el terreno de juego, sino que el subconsciente lo guiaba, lo llevaba de aquí para allá, lo zarandeaba, o le dibujaba en el suelo los pasos, los movimientos de cintura, los cambios de velocidad, el momento preciso de disparar a puerta.
Más inquietante, sin embargo, se presenta la posibilidad del que Bangar fuera realmente consciente de su emulación, que repitiera adrede los tanto que tal vez hubiera visto decenas de veces en las películas que se proyectaban a los alumnos de la escuela de fútbol de Nottingham, cuando era estudiante, y que por esa razón, su repertorio de goles ya inventados procediera casi en exclusiva de encuentros de gran trascendencia, celebrados en mundiales o campeonatos de naciones, tal vez porque la transcendencia de un gol amplifica su belleza, lo perfecciona y, si se me permite la redundancia, lo remata. En ese caso Bangar aparecería ante mis ojos como un obseso de la belleza cumplida, acabada. Es decir: un artista. Por lo que habría que localizar el talento de mi amigo en su memoria que asignaba a cada ataque (con un olfato infalible) una de las muchas jugadas históricas que almacenaba en el archivo, como si Bangar pensara para sí: aquí va bien el gol de Just Fontaine a Brasil en la semifinal del 58, aquí va el de Garrincha a Inglaterra en el 62. Claro que luego se hacía necesaria una enorme destreza para llevarlo a la práctica. Lo que hace aún más desconcertante el talento de Mahendra Bangar, porque una cosa es que el jugador se mueva al dictado y otra bien distinta que todas y cada una de las circunstancias del juego se plieguen a las demandas del goleador. Para eso, la hipótesis de la emulación (consciente o inconsciente) no ofrece respuesta.

EL INFIERNO DE DANTE SE DIVIDÍA EN ESFERAS. Pero ¿en qué se divide nuestro mundo? Esta es la pregunta que nos formula el míster en el vestuario, minutos antes de comenzar nuestra participación en la fase final de la Copa de Asia. ¿En qué se divide nuestro mundo? En oportunidades. Nuestro mundo se divide en oportunidades, buenas y malas, aprovechadas y desperdiciadas, sentencia mientras golpea con la palma de su mano un balón que sostiene con la otra mano, subrayando con cada palmada una sílaba (o-por-tu-ni-da-des). Los muchachos nos miramos y tratamos de contener la risa, acostumbrados a estas divagaciones filosóficas del míster. ¿Saben de lo que les estoy hablando? ¿Lo saben? Les estoy hablando del tiempo. La pizarra que hay a su espalda todavía no ha sido estrenada. La ocasión aprovechada es presente perfecto. La ocasión desperdiciada es pasado perfecto. ¿Comprenden por qué dependíamos, desesperadamente de los goles de Bangar? No recuerdo una sola charla preparatoria en el que el míster ofreciera instrucciones tácticas concretas. Todo se reducía a aquellas  disquisiciones que, reconozcámoslo, tenían su gracia. Bangar hacía los tantos y los demás se limitaban a repartir leña. No había más. Pero en un país como el nuestro, donde se sobrestima la sabiduría mística y se menosprecia la sabiduría práctica, la prensa y el público consideraban al míster un viejo sabio, un santón. E incluso le atribuían los recientes éxitos del equipo: nuestro combinado, habida cuenta de que históricamente se situaba entre los treinta últimos del ranking de la FIFA, había logrado una autentica gesta al clasificarse para la fase final de la Copa de Asia. Y allí estábamos, escuchando las divagaciones filosóficas del míster.

¿Qué cuál es el infierno del fútbol? debutar en el campeonato frente a los anfitriones: China; las gradas rebosantes de amarilos con banderas rojas fanáticos, a la fuerza, fanáticos forzosos, de la revoución cultural, mientras un helicóptero deposita en el centro del campo un gigantesco busto de Mao, hecho de cartón-piedra, supongo, porque, segundos antes del pitido inicial, un equipo de niños y niñas del país vestidos de uniforme, uniformados, se lo llevan en brazos fuera del terreno de juego, entre cánticos y millones de pétalos.

¿Qué cuál es el infierno del fútbol? El estruendo ensordecedor del público cada vez que marca el equipo anfitrión, la lluvia de diminutos papeles sobre el césped. Y en concreto, son tres los estruendos que nos vemos obligados a soportar esa tarde, yo desde el banquillo de suplentes y Bangar en punta, preso en su soledad de goleador. Siempre es difícil jugar contra los anfitriones, pero más aún cuando estos anfitriones no son un pueblo, sino un ejército perfectamente organizado de fanáticos. Nosotros conseguimos hacer un único gol, obra de Bangar por supuesto, pero en el tiempo de descuento, cuando todo estaba dicho, y es recibido con alegría e incluso con sorna por el público local.
¿Qué cuál es el infierno del fútbol? Salir del terreno de juego escoltados por las fuerzas del orden, porque se ha producido una estampida del público, porque los fanáticos han saltado al césped para abrazar a los héroes de su selección, arrancarles sus camisetas. Pero ni siquiera en esta estampida hay libertad alguna. No es una invasión libre y espontanea, sino ordenada, coreografiada por quién, quizá por décadas de disciplina y abolición de la voluntad. No hay en ella la agresividad típica de los países libres. Ningún jugador se siente en peligro, pero tampoco es posible reconocer en el público otras muchas emociones típicas de los seres humanos. Esto es lo que las dictaduras hacen con las masas.



SEGUNDA HIPÓTESIS SOBRE BANGAR. Después del debut contra China, quise charlar con el míster en privado.
-      Es sobre Bangar.
-      ¿Bangar? ¿Qué le sucede? No se habrá lesionado…
Tenía necesidad de revelarle mi perplejidad al míster. Que Bangar se desplazara por el campo calcando los movimientos de sus ídolos y de sus goles históricos podía resultar pintoresco. Pero que sus jugadas recibieran idéntica fortuna que aquellas a las que emulaban, que el azar se plegara a su voluntad exactamente en los mismo lugares, ángulos y momentos, esto desafiaba por completo cualquier intento de explicación materialista.
-      Tal vez todos los goles del mundo, los marque el jugador que los marque, preexisten a los encuentros – me respondió. Y entonces el míster disertó sobre la teoría de las rationes seminales de san Agustín. Aseguraba este filósofo occidental que Dios no creó todas las cosas a un tiempo, sino que sembró el universo de estas rationes seminales, semillas de todas las cosas, seres en potencia a los que resta actualizarse. La Creación incluía, por tanto, un sinnúmero de posibilidades materiales pendientes de pasar a la actualidad a lo largo de la historia. Quizá Dios creó también todos los goles posibles, y Bangar simplemente los actualizaba, los hacía pasar de la potencia al acto, bendito muchacho. De este modo, en la jugadas de nuestro héroe había sentido prefijado, como órbitas de planetas, como constelaciones que se ajustan a la posición que el orden del universo establece para ellas silenciosamente, a las posibilidades que le son concebidas. Conocer a Bangar fue, fue de este modo, lo más parecido a conocer las fuerzas del destino que nos fue dado, tanto al míster como a mí.
No supe tomarme en serio al míster. Parecía aburrido de la conversación, como si no le sorprendiera el carácter sobrenatural que él mismo atribuía a las evoluciones de Bangar sobre el terreno de juego. Mi plana explicación psicológica era más simple por lo tanto más elegante. Pero el míster todavía quiso añadir un comentario más:
-      ¿Se da cuenta, Jeoomal? Somos un equipo extraño, paradójico, diría yo. En ataque nos ceñimos (al parecer) a un guión prefijado, rígido, tal vez establecido, por Dios en la hora de la creación, pero en defensa siempre andamos encomendados a los santos de la improvisación y el azar. El azar y la necesidad ¿Lo ve? Justo lo contrario de lo que se espera de un buen equipo. Mire, si no, a los italianos. Los italianos son el orden común del fútbol, orden atrás e inspiración delante.
-      Sí, míster – le respondí – pero estamos aquí, clasificados.

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