Sócrates y Zico. 1982 |
El
tiempo es un niño que juega.
Heráclito.
A
Bangar hace siglos que no lo veo. Muchas veces me ha parecido reconocerlo en
otros individuos, de espaldas, confundiendo sus largas melenas con las de mi
amigo. Pero, al girarse sorprendidos hacia mí, el espectro de aquella
belleza inquietante que tenía Bangar se esfumaba en el aire, y también la
ilusión estúpida de volver a encontrarlo tal y como era hace treinta y tantos
años, en el verano en el que brotó la estirpe de los melenudos, cuando vimos
propagarse a los melenudos, colonizar los noticiarios y las playas.
En
aquella época el fútbol, como todos los territorios de nuestra existencia, se
llenó de largas melenas. Había algo mesiánico en aquel exceso: los
melenudos traían paz, portaban una sabiduría de contornos bastante imprecisos,
una sabiduría esotérica que solo podían compartir con otros melenudos. Sin
embargo, era cuestión de tiempo que ese mensaje prendiera y saltara en todas
direcciones por caminos de pólvora. Ya sé que la pólvora es un símbolo bélico:
pues mejor, había también una pólvora del pacifismo. Y los melenudos eran los
elegidos para trazar los caminos de la pólvora, para estallar los polvorines de
una nueva época de fraternidad universal, para incendiar la vida.
A
Bangar, con sus largas melenas, es verdad, hace siglos que no lo veo. Pero esta
mañana contemplé en el patio las jugadas de un chico que se fingía Bangar, que
celebraba los goles con idénticos gestos y rituales, que parecía tan feliz como
él cuando era el goleador de nuestro combinado nacional. Esta vez sí que me
pareció reconocer su espíritu, pues quien se entrega a la imitación de su ídolo
¿no es, de algún modo, un poseso, alguien en quien el ídolo encarna?
Me
asombró que un muchacho se acordara todavía de Bangar, y más en un país como el
nuestro, paraíso del críquet, un país en el que se celebran festivales para ver
a los elefantes jugar fútbol (el año pasado asistieron diez mil personas en
Kaziranga a un partido entre elefantes, ¡diez mil personas!), un país en el que
las madres sueñan con que sus hijos estudien en Inglaterra, se peinen a raya,
practiquen críquet o polo. Esto hacía aún más sorprendente que un muchacho que
jugaba descalzo en el patio del colegio se acordara todavía de Mahendra Bangar, el
goleador melenudo. Me quedé hipnotizado observándolo; el chico acababa de hacer
un gol lleno de inteligencia callejera, o de pillería, o de inteligencia y
pillería, si es que no son la misma cosa, movido por idénticos impulsos de su
ídolo, especialista en quiebres iguales, cambios de ritmos iguales,
lanzamientos con efectos iguales. Y, lo que es más importante: con una melena
casi idéntica a la que lucía Bangar. Un ejemplo más de cómo los espectros de la
memoria buscan cuerpos jóvenes en los que encarnarse, para hacernos pedazos el
corazón, para qué si no.
LA
PRIMERA VEZ QUE VI MELENUDOS fue en Qatar, nación que acababa de obtener su
independencia. (En cuanto una nación se independiza, lo primero que hace es
organizar algún trofeo internacional. Es un perfecto escaparate). Entonces yo
era un niño y había sido convocado para la selección sub-17. No defendí la
portería ni un solo minuto en todo el campeonato, pero, eso sí, vi los primeros
melenudos de mi vida. Los había a decenas entre los jugadores de Holanda, de
Italia, de Argentina. Nuestras madres nos habían enseñado a peinarnos a raya,
con colina, haciendo grandes esfuerzos porque ningún solo cabello abandonara la
disciplina de línea recta. Deslumbrados por aquella magnifica sabiduría de los
tiempos modernos, la melena, decidí que no volvería a cortarme el pelo. Cuando
llegué a la selección absoluta (en la que, dicho sea de paso, no cubrí la
portería como titular si no en partidos amistosos) me llamaban León Jeoomal. Y
en mi país donde el tigre es emblema de la fuerza incluso del dominio de la
fuerza (Shiva cabalga sobre un tigre porque ha sometido al deseo), León no es
exactamente un piropo.
Poco
a poco los melenudos, como escribió Passolini, se fueron multiplicando como los
primeros cristianos. Los futbolistas, las estrellas de rock y del cine, los
escritores de la generación beat, todos se inscribían como ciudadanos en el
censo de un mismo territorio festivo, de una nación común de la alegría, y
comunicaban al mundo con sus largas melenas el sentido profundo de apostolado:
somos portadores de una nueva sabiduría que les será revelada a su debido
tiempo. Mientras tanto, contemplen nuestro cabello flotando en cámara lenta,
observen nuestro juego en la moviola, el idioma de nuestro pelo volando por el
aire mientras rematamos un centro desde la banda, nos lanzamos en plancha hacía
el esférico, o (caso de los porteros nos lucimos en una estirada imposible para
repeler el balón in extremis). En efecto, los melenudos colonizaron también el
deporte y por primera vez en la historia, el fútbol corría de la mano de la
vida, codo con codo.
La
primera vez que incluyeron a León Jeoomal en una convocatoria de la selección
absoluta, el equipo disputaba la fase de clasificación para la Copa de Asia. La
otra novedad en la convocatoria del míster fue el delantero Mahendra Bangar,
que había ingresado al torneo nacional después de formarse en la cantera del
Nottingham Forest. Bangar, pues, se había educado en Inglaterra, lo que toda
madre de nuestra patria ansiaría para su retoño. Sin embargo no regresó de
Europa peinado a raya y enamorado del críquet. Lucía una larga cabellera acorde
con el espíritu de los tiempos. Por una extraña maldad del destino, años atrás,
su madre se había hecho peluquera para poder pagarle el tiquete a Inglaterra,
porque con lo que el padre ganaba en la herrería no les alcanzaba. Le reprochó,
desde luego, aquella melena salvaje, silvestre, a decir ella, hecha de
abandono, de descuido. Este es un detalle importante para entendernos, porque,
a pesar de que en el fútbol actual también hay melenas, se trata de melenas
cuidadísimas, de peluquería, cultivadas con mucho mimo y dinero.
La
inclusión de Bangar fue un acierto, pues el delantero, aun habiendo ofrecido
una trayectoria muy irregular en Europa, explotó, como suele decirse, aquella
temporada con la camiseta nacional y se ganó la titularidad de inmediato. Se
volvió imprescindible. No solo marcó la mayor parte de nuestros goles, sino que
contagió al equipo de una alegría traída del más allá, una alegría importada de
Inglaterra: aquella explosión que se inició con los cuatro gurús de Liverpool y
sus femeninos flequillos convertidos, a la altura de los primeros setenta, en
largas cabelleras que colgaban sobre los hombros. Con la llegada de Mahendra al
equipo se encendió algo entre nosotros, una luz en medio de todos nosotros que
se repartía, te acariciaba, te daba la seguridad de que aquel era el momento y
el lugar de cambiarlo todo, de invertir el rumbo de los espíritus. Cada cierto
tiempo, el universo envía a una serie de emisarios para que prendan las
antorchas de una nueva era. El fútbol de Bangar, adornado por su larga
cabellera castaña, tenía poder suficiente para generar un nuevo estado del
alma. Había que verlo luchar, como un dios primitivo, un dios pequeñito y
solitario allá en el centro del campo, aguardando su momento, mientras los
compañeros cerraban filas, achicaban espacios, repartían leña. Allá, sin otra
compañía que la de un defensor rival (o dos defensores) y cuatro sombras, sus
cuatro sombras proyectadas por cuatro focos, Bangar recordaba a un animal
mitológico; guerrero indómito, Bangar; resolviéndose contra las fuerzas
extranjeras, Bangar, héroe de epopeyas milenarias, Bangar.
Así
que cuando alcanzamos la fase final del campeonato, que se celebraría en China,
solo Balaji lucía una cabeza afeitada. Los demás fieles al espíritu de nuestro
líder, nos habíamos integrado en la cofradía universal de los melenudos.
Porque, en tanto que representantes de un combinado nacional, cada cual del
suyo, ¿defendíamos en realidad a nuestro país?, ¿no éramos todos los
futbolistas de larga melena ciudadanos de una patria común, ya procediéramos de
Israel o de Palestina, de India o de Pakistan, compartiéramos o no la misma
lengua? Corría el verano del 76, aunque 1976 no parecía un año, sino una
exhibición de fuegos artificiales.
SIGO
CON LA MIRADA, AÚN HIPNOTIZADO, LOS MOVIMIENTOS DE ESE NIÑO descalzo y greñudo,
poseído por el espíritu de mi amigo. Me parece que esta última jugada de gol la
conozco, se me antoja una imitación perfecta de otra jugada que ya he
visto con anterioridad, como si en vez de una jugada fuera un paso de baile,
una coreografía o una frase hecha. Y esto no deja de ser irónico, porque
la especialidad del propio Bangar era, precisamente, imitar jugadas ajenas. Sus
goles no eran originales. Quiero decir: los ejecutaba, pero no los inventaba
él. Eran calcos exactos, copias compulsadas de otros goles célebres. Subían al
marcador exactamente igual que los otros, desde luego, pero eran fieles
reproducciones de otros, meros plagios. Y pondré un ejemplo: Primera jornada de
la ronda clasificatoria para la Copa de Asia. Rival: Malasia. Minuto treinta y
ocho de la segunda parte. Cero a cero en el marcador. Bangar recibe a pocos
metros por delante del círculo central. Controla el balón alzando la diestra
por encima de la cintura, estirándose como un gimnasta. Se gira y avanza. Mira
a la izquierda y derecha pero no encuentra ayuda, nadie desmarcándose, nadie de
su equipo por delante del balón. Entonces distingue una línea imaginaria en el
suelo. Una diagonal hacia el costado derecho del área de los rivales. Arranca.
Cambia de ritmo y descoloca a los defensores, los desactiva. Sigue la línea, se
obstina en ella, galopa sobre ella, es un tren monorraíl sobre una línea recta
por una tirolina maravillosa que atraviesa el estadio sin que nadie más pueda
verla, nadie sino Bangar. Corre y corre. Alcanza el área pequeña en su galopada
y, sin dar tiempo al pensamiento, cruza el balón al palo largo. Gol. Uno a cero
a falta de siete minutos para que termine el encuentro.
Este
tanto de Bangar era un calco exacto del que George Best le marcó a
Sheffield en 1971. La jugada consistía en el mismo número de pases (contados
desde que el balón era puesto en circulación luego de un saque de banda),
duraba exactamente el mismo tiempo, intervenía exactamente el mismo número de
defensores. Y el secreto de ambos goles era uno y el mismo: algo, alguien
(¿quién?) había trazado una línea sobre el césped, una diagonal invisible para
los rivales. Tanto el gol de Bangar como el de Best se basaban en la obstinación,
en la tozuda galopada de ambos sobre aquella línea, la misma línea, en
idénticas coordenadas, para desconcierto de los defensas, que siempre esperan
del atacante cualquier quiebre, giro, cambio de ritmo, pase atrás, lo que sea,
pero no esa tenacidad sobre la diagonal, obsesiva, mecánica, propia de otros
deportes más rudos como el rugby o como el fútbol americano.
PRIMERA
HPÓTESIS SOBRE BANGAR. Desde luego, no fui el único que se percató de estas
similitudes. Pero en su tiempo nadie alcanzó a captar la enigmática exactitud
de cada copia, nadie sino yo, desde el banquillo de los suplentes. Algún
comentarista deportivo señaló el parecido gol con aquel otro gol, pero sin
llegar a comprender, no obstante, el alcance filosófico de las evoluciones de
mi amigo Bangar. En ese sentido, Bangar hacía las delicias de la prensa
deportiva del país, siempre más interesada en el críquet, el polo y los
elefantes que por el balompié. Lo único que no perdona un periodista deportivo
es que un jugador no se parezca a ningún otro, porque necesita hacer notar su
erudición con el pretexto de comentar una jugada: “este gol me recuerda mucho al
de George Best marcó a Sheffield en 1971; este otro me recuerda al que Pelé le
hizo a Suecia en el mundial del 58.”
En
realidad, el gol de Bangar a Malasia no se parecía al de Best: era el de Best,
existía ya. Pero existía el que le hizo a Jordania en la misma ronda (copia del
que el polaco Grzegorz Lato marcó a Brasil en el Mundial del 74) y los dos que
le hizo a Camboya (copia de los dos que el brasileño Vavá le marcó a Suecia en
la final del Mundial del 58). La pregunta realmente inquietante es si el
propio Bangar se percataba o no de que operaba como un copista, de que sus
malabarismos con el balón eran puras reproducciones, de que no era una
autentica estrella, sino un doble de todas las estrellas. Los psiquiatras
llaman criptoamnesia al robo involuntario de ideas ajenas. Uno puede creer que
inventa un verso, ignorando que lo leyó hace años y que permanece, residual,
navegando por su subconsciente como una culebra asoma su lengua y la
confundimos con la nuestra propia, la confundimos incluso con nuestra libertad.
Tal vez Bangar no era libre sobre el terreno de juego, sino que el
subconsciente lo guiaba, lo llevaba de aquí para allá, lo zarandeaba, o le
dibujaba en el suelo los pasos, los movimientos de cintura, los cambios de
velocidad, el momento preciso de disparar a puerta.
Más
inquietante, sin embargo, se presenta la posibilidad del que Bangar fuera
realmente consciente de su emulación, que repitiera adrede los tanto que tal
vez hubiera visto decenas de veces en las películas que se proyectaban a los
alumnos de la escuela de fútbol de Nottingham, cuando era estudiante, y que por
esa razón, su repertorio de goles ya inventados procediera casi en exclusiva de
encuentros de gran trascendencia, celebrados en mundiales o campeonatos de
naciones, tal vez porque la transcendencia de un gol amplifica su belleza, lo
perfecciona y, si se me permite la redundancia, lo remata. En ese caso Bangar aparecería
ante mis ojos como un obseso de la belleza cumplida, acabada. Es decir: un
artista. Por lo que habría que localizar el talento de mi amigo en su memoria
que asignaba a cada ataque (con un olfato infalible) una de las muchas jugadas
históricas que almacenaba en el archivo, como si Bangar pensara para sí: aquí
va bien el gol de Just Fontaine a Brasil en la semifinal del 58, aquí va el de
Garrincha a Inglaterra en el 62. Claro que luego se hacía necesaria una
enorme destreza para llevarlo a la práctica. Lo que hace aún más desconcertante
el talento de Mahendra Bangar, porque una cosa es que el jugador se mueva al
dictado y otra bien distinta que todas y cada una de las circunstancias del
juego se plieguen a las demandas del goleador. Para eso, la hipótesis de la
emulación (consciente o inconsciente) no ofrece respuesta.
EL
INFIERNO DE DANTE SE DIVIDÍA EN ESFERAS. Pero ¿en qué se divide nuestro mundo?
Esta es la pregunta que nos formula el míster en el vestuario, minutos antes de
comenzar nuestra participación en la fase final de la Copa de Asia. ¿En
qué se divide nuestro mundo? En oportunidades. Nuestro mundo se divide en
oportunidades, buenas y malas, aprovechadas y desperdiciadas, sentencia
mientras golpea con la palma de su mano un balón que sostiene con la otra mano,
subrayando con cada palmada una sílaba (o-por-tu-ni-da-des). Los muchachos nos
miramos y tratamos de contener la risa, acostumbrados a estas divagaciones
filosóficas del míster. ¿Saben de lo que les estoy hablando? ¿Lo saben?
Les estoy hablando del tiempo. La pizarra que hay a su espalda todavía no
ha sido estrenada. La ocasión aprovechada es presente perfecto. La ocasión
desperdiciada es pasado perfecto. ¿Comprenden por qué dependíamos,
desesperadamente de los goles de Bangar? No recuerdo una sola charla
preparatoria en el que el míster ofreciera instrucciones tácticas concretas.
Todo se reducía a aquellas disquisiciones que, reconozcámoslo, tenían su
gracia. Bangar hacía los tantos y los demás se limitaban a repartir leña. No
había más. Pero en un país como el nuestro, donde se sobrestima la sabiduría
mística y se menosprecia la sabiduría práctica, la prensa y el público
consideraban al míster un viejo sabio, un santón. E incluso le atribuían los
recientes éxitos del equipo: nuestro combinado, habida cuenta de que
históricamente se situaba entre los treinta últimos del ranking de la FIFA,
había logrado una autentica gesta al clasificarse para la fase final de la Copa
de Asia. Y allí estábamos, escuchando las divagaciones filosóficas del míster.
¿Qué cuál es el infierno del fútbol? debutar en el campeonato frente a los anfitriones: China; las gradas rebosantes de amarilos con banderas rojas fanáticos, a la fuerza, fanáticos forzosos, de la revoución cultural, mientras un helicóptero deposita en el centro del campo un gigantesco busto de Mao, hecho de cartón-piedra, supongo, porque, segundos antes del pitido inicial, un equipo de niños y niñas del país vestidos de uniforme, uniformados, se lo llevan en brazos fuera del terreno de juego, entre cánticos y millones de pétalos.
¿Qué
cuál es el infierno del fútbol? El estruendo ensordecedor del público cada vez
que marca el equipo anfitrión, la lluvia de diminutos papeles sobre el césped.
Y en concreto, son tres los estruendos que nos vemos obligados a soportar esa
tarde, yo desde el banquillo de suplentes y Bangar en punta, preso en su
soledad de goleador. Siempre es difícil jugar contra los anfitriones, pero más
aún cuando estos anfitriones no son un pueblo, sino un ejército perfectamente
organizado de fanáticos. Nosotros conseguimos hacer un único gol, obra de
Bangar por supuesto, pero en el tiempo de descuento, cuando todo estaba dicho,
y es recibido con alegría e incluso con sorna por el público local.
¿Qué
cuál es el infierno del fútbol? Salir del terreno de juego escoltados por las
fuerzas del orden, porque se ha producido una estampida del público, porque los
fanáticos han saltado al césped para abrazar a los héroes de su selección,
arrancarles sus camisetas. Pero ni siquiera en esta estampida hay libertad
alguna. No es una invasión libre y espontanea, sino ordenada, coreografiada por
quién, quizá por décadas de disciplina y abolición de la voluntad. No hay en
ella la agresividad típica de los países libres. Ningún jugador se siente en
peligro, pero tampoco es posible reconocer en el público otras muchas emociones
típicas de los seres humanos. Esto es lo que las dictaduras hacen con las
masas.
SEGUNDA
HIPÓTESIS SOBRE BANGAR. Después del debut contra China, quise charlar con el
míster en privado.
- Es
sobre Bangar.
- ¿Bangar?
¿Qué le sucede? No se habrá lesionado…
Tenía
necesidad de revelarle mi perplejidad al míster. Que Bangar se desplazara por
el campo calcando los movimientos de sus ídolos y de sus goles históricos podía
resultar pintoresco. Pero que sus jugadas recibieran idéntica fortuna que
aquellas a las que emulaban, que el azar se plegara a su voluntad exactamente
en los mismo lugares, ángulos y momentos, esto desafiaba por completo cualquier
intento de explicación materialista.
- Tal
vez todos los goles del mundo, los marque el jugador que los marque, preexisten
a los encuentros – me respondió. Y entonces el míster disertó sobre la teoría
de las rationes seminales de san Agustín. Aseguraba este filósofo
occidental que Dios no creó todas las cosas a un tiempo, sino que sembró el
universo de estas rationes seminales, semillas de todas las cosas,
seres en potencia a los que resta actualizarse. La Creación incluía, por tanto,
un sinnúmero de posibilidades materiales pendientes de pasar a la actualidad a
lo largo de la historia. Quizá Dios creó también todos los goles posibles, y
Bangar simplemente los actualizaba, los hacía pasar de la potencia al acto,
bendito muchacho. De este modo, en la jugadas de nuestro héroe había sentido
prefijado, como órbitas de planetas, como constelaciones que se ajustan a la
posición que el orden del universo establece para ellas silenciosamente, a las
posibilidades que le son concebidas. Conocer a Bangar fue, fue de este modo, lo
más parecido a conocer las fuerzas del destino que nos fue dado, tanto al
míster como a mí.
No
supe tomarme en serio al míster. Parecía aburrido de la conversación, como si
no le sorprendiera el carácter sobrenatural que él mismo atribuía a las
evoluciones de Bangar sobre el terreno de juego. Mi plana explicación
psicológica era más simple por lo tanto más elegante. Pero el míster todavía
quiso añadir un comentario más:
- ¿Se
da cuenta, Jeoomal? Somos un equipo extraño, paradójico, diría yo. En ataque
nos ceñimos (al parecer) a un guión prefijado, rígido, tal vez establecido, por
Dios en la hora de la creación, pero en defensa siempre andamos encomendados a
los santos de la improvisación y el azar. El azar y la necesidad ¿Lo ve? Justo
lo contrario de lo que se espera de un buen equipo. Mire, si no, a los
italianos. Los italianos son el orden común del fútbol, orden atrás e
inspiración delante.
- Sí,
míster – le respondí – pero estamos aquí, clasificados.
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