"¿El comunismo? Por supuesto que existió. Fue en
Wembley y duró dos partes de 45 minutos, cuando Hungría ganó a Inglaterra
6-3". Son palabras pronunciadas por Jean Luc Godard en la película Notre
Musique, un tipo nada futbolero pero sí bastante comunista. "Los
ingleses", continúa el intelectual francés, "jugaron individualmente.
Los húngaros lo hicieron de forma colectiva".
Aquella selección del otro lado del telón, surgida de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, dicen que es la máquina más perfecta que ha existido practicando este deporte junto al Gran Torino que desapareció en las colinas de Superga. El líder de aquella Hungría imbatible que maravilló al mundo en la década de los 50 era nada más y nada menos que Ferenc Puskas. "Cañoncito Pum", decía Santiago Bernabéu; "la izquierda más esclarecedora del comunismo", dijo el Negro Fontanarrosa. Era el equipo total, y como tantos otros conjuntos del otro lado del muro de Berlín se mostró como un perfecto adelantado a su tiempo gracias al gran desarrollo técnico, físico, táctico que impulsaba el aparato del partido en aquellos tiempos. Dijo Pep Guardiola en alguna ocasión que el fútbol que practica el Barcelona, inspirado en la escuela holandesa, no se podía entender sin aquellos jugadores magiares que asombraron al mundo durante las décadas de los años 50 y 60. Eran rudos, privilegiados por la élite del poder, muy técnicos y profesionales a su manera. A la manera del telón. No al estilo de Europa occidental. Trabajaban por y para el sueño de la colectivización, de la nacionalización de la gran banca europea. Así de claro.
Aquella selección del otro lado del telón, surgida de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, dicen que es la máquina más perfecta que ha existido practicando este deporte junto al Gran Torino que desapareció en las colinas de Superga. El líder de aquella Hungría imbatible que maravilló al mundo en la década de los 50 era nada más y nada menos que Ferenc Puskas. "Cañoncito Pum", decía Santiago Bernabéu; "la izquierda más esclarecedora del comunismo", dijo el Negro Fontanarrosa. Era el equipo total, y como tantos otros conjuntos del otro lado del muro de Berlín se mostró como un perfecto adelantado a su tiempo gracias al gran desarrollo técnico, físico, táctico que impulsaba el aparato del partido en aquellos tiempos. Dijo Pep Guardiola en alguna ocasión que el fútbol que practica el Barcelona, inspirado en la escuela holandesa, no se podía entender sin aquellos jugadores magiares que asombraron al mundo durante las décadas de los años 50 y 60. Eran rudos, privilegiados por la élite del poder, muy técnicos y profesionales a su manera. A la manera del telón. No al estilo de Europa occidental. Trabajaban por y para el sueño de la colectivización, de la nacionalización de la gran banca europea. Así de claro.
Aquel 25 de noviembre de 1953 llegaron los magiares a
Wembley envueltos en la mística de los tiempos, cuando la información surgía de
los periódicos para transmitirse por el boca a boca y convertirse luego en una
maravillosa leyenda. Eran los campeones de los Juegos Olímpicos de Helsinki
1952 e iban a demostrar su novísima forma de entender el deporte, que todavía
no era rey, a Inglaterra; a la orgullosa inventora del juego, que jamás había
perdido un partido ante una selección de fuera de las islas. Eran los grandes
favoritos a cualquier torneo que se disputara en el mundo (sin demasiada suerte)
y 13 años después organizarían el Mundial que les dio su único título de la
historia.
El estadio, uno de los mejores del mundo del momento, sino
el mejor, ofrecía el ambiente de un partido definido por la prensa de la época
como "del siglo". Era el capitalismo post Segunda Guerra Mundial,
contra el socialismo soviético. Un lado y otro del telón de acero. El fútbol
profesional, contra el fútbol de estado. Los mass media, contra todo el aparato
del partido comunista. Un enfrentamiento social. Un acontecimiento único que
podría, o no, seguir levantando los ánimos de un país devastado económicamente
y socialmente tras la cruenta guerra liderada por Churchill. Europa, contra la
conspiración judeomasónica. Y ganó Hungría. Y los periódicos ingleses titularon
de forma apocalíptica. Y en Budapest soñaron que el comunismo podría ser
posible. Que podrían ganar el Mundial que se disputaría en Suiza al año
siguiente. Llegaron a la final, por supuesto, y el rival no podía ser más
político. La Alemania que se recuperaba del horror nacionalsocialista, contra
la orgullosa Hungría comunista. Un país perfecto, decía el partido. Y Hungría
perdió en el llamado 'Milagro de Berna'. Y se acabó el sueño. Y Puskas firmó
por el Real Madrid de don Santiago Bernabéu, el que fumaba "puros de
millón". Y el capitalismo no dejó de crecer y de extenderse.
Y así estamos.
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