Margaret Tatcher |
Inglaterra.
Finales de la década de los 80. Europa continúa dividida a la espera de la
caída del Muro, que los periódicos de la llamada Europa libre aseguran que
llegará de forma inminente. Mientras, al norte del Canal de La Mancha los
ajustes de la reforma thatcheriana, el más salvaje compendio de recortes
sociales jamás aplicado por un gobierno europeo a su ciudadanía, aprieta las
gargantas del pueblo que había enseñado al mundo lo que era la revolución
industrial. Se escribía en los tabloides destinados a saciar la desidia del
mundo obrero acerca de una destrucción planificada del estado social. Se
conspiraba en pubs y cafés con la posibilidad de que Estados Unidos y el Reino
Unido, Reagan y Thatcher, llegaran a convertirse en un único todo. Se esperaba
a la caída del Muro. Tiempos difíciles para el capitalismo que, como ahora,
seguía buscando su lugar en el mundo a base de zarpazos a las molestas y
tocapelotas clases medias. Mientras tanto, en las ciudades del centro del país,
en las Midlands, en Yorkshire, en el Noroeste, se jugaba al fútbol en los
pequeños espacios que permitían las interminables hileras de barrios de
ladrillo rojo y cobertizo en el jardín. Y allí había dos ídolos: Gascoigne y
Clough, y un enemigo: Maggie Thatcher. En ese contexto se produjo el gran cambio
del fútbol inglés. Un cambio que no tuvo lugar en las islas. Sucedió en Torino.
En Delle Alpi. Fue en una semifinal de un Campeonato del Mundo en la que Gazza
lloró, en la que Alemania aún era Federal y tras la que Gary Lineker pronunció
un aforismo que ya es leyenda: “El fútbol es un deporte en el que juegan once
contra once pero en el que siempre ganan los alemanes”.
La década
había comenzado con dos grandes victorias a nivel de clubes para los ingleses.
En 1980 Brian Clough, el laborista, rebelde e incontenido Brian Clough, había
llevado al Nottingham Forest de Peter Shilton, Martin O’Oneill y Trevor Francis
(el hombre del millón de libras) a su segunda Copa de Europa consecutiva. Al
año siguiente el Liverpool (campeón en 1977 y 1978) acabó en el Parque de los
Príncipes con un gran Real Madrid para poner una nueva orejuda en su palmarés,
y el Aston Villa levantó el gran trofeo continental solo doce meses después en
Rotterdam ante el Bayern Múnich completando el gran repóker de los inventores
de esto. Pero a pesar de los éxitos, el fútbol, lejos de la pompa, el glamour y
la mercadotecnia de los que se rodea hoy día en la máxima competición del país,
se había convertido en una suerte de terapia de choque contra la miseria a la
que se veían abocadas las principales ciudades del centro Inglaterra. En
Birmingham, en Leeds, en Sunderland, en Liverpool, en Manchester, en Newcastle
la población en paro superaba con creces a la población activa al mismo tiempo
que Thatcher apretaba y apretaba el cinturón de los recortes sociales. Parado y
sin recursos, los estadios eran los únicos lugares en los que el pueblo se
situaba a una idéntica escala social. Desempleados y trabajadores en activo.
Ricos y pobres. Todos iguales ante el fútbol. Como al inicio de la aventura.
Como en aquel pub en el que se produjo la histórica escisión del rugby.
Entonces la
carretera que tras media hora escasa de conducción separa Nottingham de Derby
aún no había sido bautizada como Brian Clough Way, aunque el genio de
Middlesbrough ya era tan importante en la vida del aficionado medio como en la
del lector habituado a la lectura política. “Todos sabemos quiénes somos los
verdaderos dueños del fútbol. Es lo único que no podrá quitarnos”, decía Clough
sobre una Dama de Hierro que parecía querer conducir al país a décadas menos
sugestivas para la imaginación. Y es que sin saberlo Inglaterra caminaba hacia
uno de los cambios sociales y económicos más importantes de la historia de un
estado que futbolísticamente no había sido capaz de abandonar la imparable
caída libre en la que se había sumido desde la final del polémico Mundial de
1966. Si el fútbol es un espejo de la sociedad que representa (ahí están los
ejemplos de Argentina, Italia, Francia o Alemania), en las Midlands, que es
como decir Inglaterra, esta reflexión se convierte en impepinable axioma.
Aquella década de 1980 fue la del dominio absoluto del juego por parte de los
isleños. El país ya había superado la tragedia aérea de Múnich del Manchester
United, la selección por fin atesoraba un Mundial de fútbol y los equipos
locales exportaban por el continente, siempre a su manera, los tres pilares del
english way of life: barrio, pub, estadio. Sin embargo, algo fallaba. La
violencia, el alcoholismo y la falta de afición real por el deporte comenzaron
a mezclarse de modo habitual entre las localidades de los campos de fútbol,
lugares que ya se habían convertido en demasiado peligrosos para los no iniciados
en la liturgia del balón. Luego, pasado el ecuador de la década, llegaron
Heysel y Hillsborough, las dos grandes tragedias, junto a la guerra de Las
Malvinas y a la pobreza de las clases medias, que sufrió el país en esos diez
años en los que el capitalismo tomó un nuevo sentido, más cercano a la anarquía
económica que al estado del bienestar. Los centenares de muertos que el
hooliganismo había provocado en los estadios llevó a prohibir la participación
de clubes ingleses en competiciones europeas, lo que frenó el poderío que
habían mostrado los equipos durante años y produjo el exilio de muchos
futbolistas, que decidieron probar suerte en otras ligas.
Los
campeonatos del Mundo de España 1982 y México 1986 habían supuesto sendos
fracasos para una Inglaterra que veía como el deporte perfecto que habían
creado se convertía en un ser con personalidad propia imposible de controlar;
fue entonces cuando observaron y reconocieron el gran error cometido a la hora
de exportarlo. El cricket y el rugby habían formado parte de la colonización
cultural llevada a cabo por el Imperio (en completa decadencia en aquellos
tiempos) y conformaban uno de los capítulos más importantes de un estilo de
vida victoriano basado en la alta educación, el deporte de caballeros y las
buenas maneras en la mesa. Pero el fútbol siguió un camino mucho más
independiente, revolucionario y social; más cercano a los maltratados barrios
que a las excelsas mansiones de la campiña. El hoy deporte rey abandonó las
islas en busca de nuevos horizontes a bordo de barcos en los que viajaba la
clase obrera más humilde, los parias, los nadies. No se desarrolló en los
excelentes y snobs colegios privados construidos en Delhi, Karachi o Ciudad del
Cabo. Evolucionó en los muelles, en las minas, en las fundiciones; lejos de
cónsules, gobernadores y mandos del ejército de la reina, convertido de forma
indefectible en un monstruo incontrolable para el sistema. En aquellos años
Inglaterra era una superpotencia mundial en rugby y en cricket. No así en el
fútbol, donde latinos, comunistas y mediterráneos habían usurpado su poder.
Y así llegó
el país a la gran cita de Torino. Era 1990 e Inglaterra y Alemania reeditaban
en una semifinal la final de Wembley de 1966. Los teutones, con el Muro
derribado aunque todavía como República Federal, querían olvidar al Azteca. Los
ingleses buscaban la redención. Shilton, Gazza y Lineker. Illgner, Mattahus y
Klinsmann. Robson y Beckenbauer. Delle Alpi. No lo sabían cuando escuchaban los
himnos, pero iban a protagonizar el mejor partido del peor Campeonato del Mundo
de la historia. Los penaltis dieron el pase a la final a Alemania, que se
impuso en el Olímpico de Roma a la Argentina de Maradona tras anotar Brehme una
pena máxima que solo vio un mexicano vestido de negro. Pero en aquella
semifinal hubo un ídolo que tras el pitido final se convirtió en ángel caído.
Alguien que nunca más volvió a ser el mismo y que representó el cambio que iba
a vivir el fútbol inglés solo unos meses después. Aquella semifinal fue la de
Gazza llorando, consciente de que en caso de victoria no podría jugar la final
de un Campeonato del Mundo, un hecho que en sí mismo justifica toda una
carrera. Gascoigne era mucho más que un futbolista. Era el representante de la
clase trabajadora que sufría la tortura económica de Margaret Thatcher. Era el
tipo que cantaba borracho en el pub de su barrio y luego enamoraba sobre el
césped. Era el trébol inglés: barrio, pub, estadio. Pero todo aquello terminó
cuando Stuart Pearce erró el último penalti de los ingleses.
“Pudo haber
sido perfecto, pero fue la última vez que a gente de la calle como nosotros se
le dio el puto control de algo tan valioso”. La frase es de Casino (Martin
Scorsese, 1995) y se puede aplicar al epílogo de una manera de entender el
fútbol que ya no volverá. Las Vegas no volvió a ser la misma tras la muerte de
Frank Rosenthal igual que el fútbol inglés no volvió a ser el mismo después de
aquel Mundial. El mapa político global había mutado en apenas unos meses. Se
abría la década de los 90, el muro había caído, Alemania Federal era la
campeona del Mundo de fútbol y el neoliberalismo el campeón de la guerra fría.
Con estos precedentes apuntaba Inglaterra hacia el cambio de milenio. Su
selección de fútbol caería eliminada en la primera ronda de la Eurocopa de 1992
sin haber sido capaz de ganar un solo partido, aunque daba igual, se había
inaugurado una nueva competición, salvadora de la patria, sin querer, gracias
al aperturismo que permitieron los ingentes ingresos económicos provocados por
la gestión autónoma de los derechos televisivos.
Era 1992 cuando se
produjo el cambio de modelo que permitió la llegada de la Premier League. Una
liga que en sus cinco primeros años de vida (también en los restantes) sufrió
un dominio apabullante del Manchester United, campeón en cuatro ocasiones
durante ese periodo. Solo un equipo fue capaz de sobreponerse al poder de los
hombres de Sir Alex Ferguson. Fue el Blackburn Rovers, club del que Margaret
Thatcher es vicepresidenta de honor
Dani González
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