Agostino Di Bartolomei |
El pequeño Agostino sólo pensaba en jugar al fútbol. Criado
en un barrio pobre del sur de Roma, su padre fue un necesario freno para sus
constantes deseos de entregarse a su pasión. Jugaba donde podía, en la calle,
en su casa y en el modesto campo del equipo del barrio por donde comenzaba a
asomar con frecuencia los técnicos de los conjuntos más afamados del país. Su
padre siempre lo mandaba de vuelta sin opciones de entablar una negociación:
"Agostino tiene que estudiar". Solo cuando tenía catorce años y llamó
a la puerta de su casa la Roma, de la que su padre era hincha confeso, se abrió
otra posibilidad. Jugaría para ellos con la condición se seguir adelante con
sus estudios en el mismo colegio. Si fallaba, se acababa el fútbol. No lo hizo
y así arrancó la carrera de una de las grandes leyendas de la Roma.
Agostino Di Bartolomei llamaba la atención por su
impresionante sobriedad en el campo. Jugaba a una enorme intensidad, era
poderoso en lo físico, tenía un gran desplazamiento de pelota y su capacidad
para el disparo lejano y para irrumpir en el área rival le convertían en un
mediocampista difícil de controlar. A nadie le extrañó que con diecisiete años
Scopigno le hiciera debutar ante el Ínter de Milán. Poco antes había conducido
al equipo juvenil al título de campeón de Italia. El joven Agostino pasó unos
meses en el primer equipo, pero la Roma decidió cederle junto a Bruno Conti, el
otro gran talento de aquella hornada, a diferentes equipos de la Serie B para
que fuesen endureciendo su carácter y sus piernas.
En 1976 se incorporan de forma definitiva al primer equipo
de la mano del sueco Liedholm, uno de los entrenadores más importantes en la
historia del Calcio.
La personalidad de Agostino le convierte en un referente para los compañeros
-no tarda en convertirse en el capitán- y para la grada, que le ve como uno de
los suyos, como aficionado "gialloroso" al que cada domingo le
permiten jugar con el equipo de sus amores. Pasa a convertirse "Ago"
para todos los romanistas, se suceden los grandes partidos, los goles y los
títulos.
En aquellos días el DT Liendhom resuelve con brillantez una
complicada papeleta que le plantea el club. El fichaje del extraordinario
Falcao -futbolista de parecidas condiciones a Agostino- le lleva a mover la
estructura de un conjunto que cada día es más brillante y que en 1989 conquista
la Copa de Italia. Liendhom sitúa al brasileño por detrás de la delantera y
retrasa la posición de Agostino para que construya desde atrás. Deja de pisar
el área con tanta frecuencia, pero la Roma se aprovecha de su desplazamiento y
de su facilidad para entender el juego. El equipo es una maquina que suma dos
nuevas Copas y la Liga de 1983, uno de los grandes acontecimientos de la
historia romanista.
Lo mejor parece que está a punto de llegar. El cuadro
capitalino tiene un sueño: en 1984 la final de la Copa de Europa (hoy conocida
como Champions League) se juega en su estadio, una ocasión única para alcanzar
el mayor de los tesosos. El equipo de Agostini, Conti, Falcao, Cerezo y
Graziani llega hasta la final donde lo espera el poderoso Liverpool. "Es
el partido de mi vida" proclama en la víspera de Agostino, el hombre que
soñaba junto a Conti con ese encuentro tantas veces recreado en los suburbios
de Roma.
El choque, en medio de un ambiente eléctrico, con la capital
romana paralizada por completo, acaba en empate a un gol con lo que el título
debe decidirse en los penaltis. Agostino no traiciona a quienes le tienen como
guía. Tiene 29 años, la madurez necesaria, y pide lanzar el primer penal, el
más complicado, el que nadie quiere. No se espera menos del capitán. Agostino
marca y provoca un arrebato de locura en la grada. Todo sigue el plan soñado.
Pero de golpe el cuento de hadas se desploma. Grobbelaar, arquero del
Liverpool, uno de esos histriónicos de la portería, comienza a contorsionarse
antes de cada lanzamiento como si fuese a sufrir un desmayo y genera semejante
desconcierto en los rivales que provoca los errores de Conti y Graziani. Los
ingleses no fallan y conquistan la Copa de Europa en medio del dolor
insoportable de los romanistas.
La derrota supone un golpe tan duro para la escuadra que
decide hacer una limpieza en el vestuario. Agostino forma parte de los
despedidos ante la indignación de la hinchada. Los caminos de Agostino y la
camiseta grana se separan para siempre. Pasa por el Milán, Cesena y
Salernitana, donde juega hasta 1990, año en el que decide retirarse. A partir
de entonces comienza a saberse poco de su vida en una casa de Salerno que
comparte con su pareja hasta que llega el fatídico 30 de mayo de 1994. Esa
mañana, antes de las nueve, Agostino coge la pistola que guarda en uno de sus
armarios, sale al balcón de su casa y se dispara en el corazón. Deja una nota
escrita: "Me siento encerrado en un agujero". Hay pocas explicaciones,
demasiadas conjeturas. Se habla de una depresión, de un problema económico. Los
aficionados que le veneraron en el Olímpico y que siguen mostrando su nombre en
las pancartas de cada domingo lo tíenen mucho más claro: no fue capaz de
encajar la derrota en el partido de su vida.
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