Por: Juan Villoro
En el Berlín dividido, el zoológico se convirtió en el
centro de la ciudad. El metro hacía ahí una forzoza última parada: la siguiente
escala quedaba en Alemana Oriental. Cada febrero, el Festival de Cine de Berlín
se celebraba en el auditorio Zoo Palast. Es común que los cines lleven nombres
de palacios, pero no de zoológicos. En el corazón de la guerra fría, la vida se
organizaba en torno a animales salvajes.
Cuando Kevin Boateng vio la jaula de los chimpancés en el
zoológico sintió una curiosa sensación de pertenencia, no sólo porque su padre
había nacido en Ghana y los primates lo remitían a la tierra del origen, sino
porque había aprendido a jugar futbol en Wedding, en una pequeña cancha
enrejada a la que le decían “la jaula”.
Wedding es uno de los barrios berlineses más duros y
degradados, un sitio difícil de asociar con la acaudalada Alemania. Durante
décadas, los inmigrantes han intercambiado ahí drogas y decepciones. Es difícil
salir adelante en ese entorno. Kevin fue el segundo hijo varón de Prince Boateng,
ghanés con arraigo por su tierra y muy escaso por sus esposas.
De 1981 a 1984 viví en Berlín. El sitio más significativo
que conocí en Wedding fue la cárcel. La hija de una amiga había sido detenida y
me pidió que fuera a verla. En mi recorrido del vestíbulo a la sala donde podía
visitarla, siete puertas de metal se abrieron y cerraron. Un agobiante
mecanismo de reclusión.
Para los vecinos, la inmensa cárcel de concreto es un
permanente recordatorio de que ahí pueden acabar sus días. En comparación, la
jaula de juegos del joven Kevin era un espacio de libertad, donde la
imaginación escapaba mientras la pelota daba contra el techo enrejado.
Según rumores, acaso mejorados por la leyenda, George,
hermano mayor de Kevin, era el más talentoso de los Boateng. Aquel virtuoso se
arruinó por un problema social con nombre de grupo de rap: las malas compañías.
El apellido Boateng es tan común en Ghana, que en Holanda
juega un tocayo absoluto de George Boateng, el primero de su estirpe que dominó
un balón en Wedding.
La saga de los hermanos berlineses incluye al genio que no
pudo ser. Cuando pasó por el Hertha, el primogénito mostró sobre el césped la
misma cólera que desplegaba en las calles de su barrio y solía llevarlo a la
delegación de policía; era demasiado rudo para un juego con reglas, bebía y
faltaba a los entrenamientos. En algún momento, supo que trayectoria como
futbolista se había arruinado. Entonces decidió alejar a su hermano Kevin de
los peligros callejeros. A pesar de su reputación como jugador rijoso, el
segundo Boateng es una versión suavizada del primero.
Kevin creció en un departamento sobre una tienda de
alfombras, propiedad de un comerciante turco. También el negocio de al lado,
una pequeña joyería donde los niños llegaban a vender los objetos dorados que
encontraban o robaban en las calles, confirma que Berlín es la segunda ciudad
turca del mundo: en una pared cuelga la camiseta del Fenerbahce.
La madre de los Boateng trabajaba en una fábrica de galletas
y pasaba de un compañero a otro. Sería difícil saber si tuvo tiempo de educar a
su hijo. Lo cierto es que lo tuvo para vigilarlo: nunca lo dejaba desvelarse ni
dormir en casa de amigos.
A los siete años, Kevin fue descubierto por un scout del
Hertha, principal equipo berlinés. Su pasión era tan llamativa como su buen
toque: si perdía o no lo alineaban, caía en un llanto inconsolable.
En el Hertha, los miembros de las fuerzas básicas aprenden
que la indisciplina termina limpiando excusados. Para Kevin, eso fue como la
vida en casa.
Su padre fundó una segunda familia en el acomodado barrio de
Wilmersdorf, que también abandonaría pronto. Ahí nació Jerome Boateng, quien
recibió mejor educación, supo lo que significa ir de vacaciones y desde muy
pronto tuvo zapatos de futbol. Su madre consideraba el deporte como una
actividad de proletarios y estuvo a punto de alejarlo de las canchas. Pero el
patriarca Boateng, que nunca estuvo muy presente, se opuso porque encontró en
el futbol un remedio para vincular a los hijos de sus dos familias.
También Jerome entró en las fuerzas inferiores del Hertha. A
pesar de sus distintos puntos de partida, los medios hermanos llevaban vidas
paralelas.
Kevin lamentaba que su padre se hubiera ido de casa, pero
decidió asumir su nombre. El mundo del futbol lo conocería como Kevin-Prince
Boateng. Dispuesto a encarar a los rivales con inquietante audacia, jugaba de
volante ofensivo. En cambio, el paciente Jerome jugaba de defensa. Kevin-Prince
llegaba a cualquier sitio con los ojos enrojecidos de quien desea arreglar
cuentas; le gustaba destacar, asumir responsabilidades, cuestionar a quien se
interpusiera en su camino. Jerome era reservado, tímido, obediente.
Ser disciplinado en Alemania es tan importante como saber
bailar en Colombia. Si es teutona, la vida diaria tiene complejas instrucciones
de uso. En alguna ocasión, Kevin-Prince se enteró del examen que hay que
resolver para trabajar de taxista en Berlín. No sólo es necesario conocer todas
las calles y el sentido en que corren, sino trazar rutas críticas de un punto a
otro, tomando en cuenta los impedimentos que puede haber a cualquier hora del
día (la salida de los alumnos del colegio, el mercado callejero de frutas, el
festival de los ciclistas, etcétera). Entendió que ser futbolista es menos
riguroso que conducir un taxi. No quiso sortear las reglamentadas calles de la
ciudad, sino sortear al enemigo sin reglamento alguno.
Cuando su primer entrenador profesional le preguntó dónde
había aprendido a jugar, se negó a decir “en la jaula” porque se hubiera
fomentado bromas raciales, pero esa era la verdad. Ahí fue donde aprendió a
dominar un balón, a ahnelar el pasto, a desconfíar de las normas.
Por sugerencia de Kevin-Prince, los tres hermanos fueron a
hacerse un tatuaje. Querían un símbolo que los uniera. No les costó trabajo ponerse
de acuerdo con el diseño: la silueta de África.
Habían crecido entre los lagos y los parques de Berlín.
Cerca del zoológico, habían visto la Gedächtniskirsche, la Iglesia de la
Memoria, que seguía destruida desde la Segunda Guerra Mundial como un recordatorio
del horror. Para ellos el origen estaba en otro sitio, la tierra olorosa a
leopardo donde no habían estado y cuya lengua ignoraban, pero que ya llevaban
en la piel. Eran alemanes. Eran negros. Tenían el mapa de África en el brazo.
Su más urgente desafío fue encontrar una identidad en la
cancha. El temperamento de Kevin-Prince era temible para los contrarios, y a
veces para los compañeros. Su enjundia se confundía con la violencia.
“No soy un Beckenbauer”, dicen los defensas alemanes que
aceptan su falta de técnica después de fracturar a un contrario. Kevin-Prince
no quería ser un Beckenbauer. La ordenada Bundesliga admiraba la furia con la
que salía a la cancha, pero no las irregularidades que dejaba ahí. El niño de
la jaula no aceptaba límites.
Mientras tanto, su hermano Jerome hacia progresos. Con
método, sin alardes ni relámpagos, como quien sigue las reglas de un manual.
La soledad: un lugar donde sobran 199 gorras
La cultura ama las disyuntivas: el yin o el yang, lo dulce o
lo salado, PC o Mac, vino tinto o vino blanco, carne o pescado, las rubias o
las morenas, solteros o casados. Dios o el diablo, lo público o lo privado,
América o Guadalajara. Dos hermanos ghaneses tenían talento para el futbol. Eso
era anecdótico. Lo significativo era que llevaba a una disyuntiva: Boateng el
Bueno y Boateng el Malo.
Kevin-Prince recorre la cancha con el ímpetu de un escapista
dispuesto a servirse de un cuchillo para abrir una compuerta; mientras tanto,
Jerome aguarda con la cautelosa atención de quien sabe que la defensa se ajusta
a un plan.
Ambos debutaron en el Hertha. Naturalmente, la prensa cedió
al juego de las comparaciones. La conducta del rudo y más habilidoso
Kevin-Prince contrastó con la del noble esfuerzo de Jerome. Por problemas de
indisciplina, el mediocampista fue expulsado de la selección juvenil alemana.
Buscó entonces otros horizontes. Fue a Inglaterra, fichado por el Tottenham, a
cambio de ocho millones de euros, una ganga para la Premier League. Su esposa
se quedó en Berlín, con su hijo recién nacido, y él habitó una solitaria
mansión de siete recámaras. El Frankfurter Allgemeine Zeitung informó que en
una semana compró un Cadillac, un Lamborghini y un jeep. Pero no tenía a dónde
ir. No era titular, engordó y se deprimió tanto que compró 200 gorras y 160
pares de zapatos. Mientras tanto, su hermano Jerome cumplía como defensa del
Hamburgo.
Kevin-Prince regresó a Alemania para jugar una temporada en
el Borussia Dortmund. Tenía tantos deseos de rehabilitarse que olvidó que los
contrarios tienen huesos, lesionó a un jugador del Bayern, uno del Schalke y
otro del Wolfsburg. “¿De qué gueto salió este monstruo”?, preguntaron
periodistas poco amigos de la corrección política.
Ante la rudeza del repatriado, los prejuicios tuvieron su
oportunidad. Astros de la talla de Franz Beckenbauer y Matthias Sammer
declararon que el bad boy Boateng no era apto para la Bundesliga.
Kevin-Prince entendió que nunca podría jugar con la
selección alemana, a pesar de que por primera vez tenía una alineación
multicultural. Ahí había espacio para turcos, polacos y un ghanés con buena
conducta, como su hermano Jerome, no para él.
Regresó a Inglaterra, a jugar con el Portsmouth, y buscó
otra Selección para Sudáfrica 2010. Boateng el Terrible vio el tatuaje que se
había hecho en el brazo y llamó a la federación de Ghana.
Fue recibido de la mejor manera, con cánticos y bailes. “Ahí
todo se hace con amor”, comentó el volante que aprendió lo que duele una patada
en las calles de Wedding.
2010 fue año decisivo para los hermanos: representaron a dos
países distintos en el Mundial. La vieja parábola se repetía: el sedentario
Abel gozaba de buena reputación y el nómada Caín estaba en entredicho. Los
reporteros afilaron sus lápices para cubrir los destinos de los berlineses
negros. ¿Se enfrentarían en algún partido? ¿Jerome tendría que marcar a
Kevin-Prince?
Al futbol le gusta forzar la épica. Poco antes del Mundial,
el Portsmouth se enfrentó en la final de la Copa inglesa contra el Chelsea, lo
cual significa que el renegado Boateng jugó contra Michael Ballack, capitán de
Alemania. Disputaban el último partido antes de concentrarse con sus
selecciones para ir a Sudáfrica. En la antesala de la gloria, una durísima entrada
de Kevin-Prince dejó a Ballack fuera del Mundial. Es difícil discernir si hubo
mala intención en la jugada. El alemán que prefirió a Ghana actuó como siempre
lo ha hecho, con una enjundia que busca el balón y aniquila un peroné. Desde
Alemania, Boateng el Bueno dijo que se avergonzaba de su hermano.
En internet se creó un sitio bajo este lema: “82 millones
contra Boateng”. Germania entera parecía estar contra el apóstata. Los
periodistas recordaron la fecunda tradición de los castigos teutones y propusieron
sanciones dignas de Struwwelpeter, el personaje infantil más victimado de la
literatura.
Incluso hubo manifestaciones afuera de la casa de la
familia. George, el primogénito que nada tenía que ver en el asunto, llamó a la
policía para pedir que dispersara a la gente y recibió esta respuesta: “Si su
apellido es Boateng, aténgase a la consecuencias”.
Poco antes de que Kevin-Prince lesionara a Ballack, los tres
hermanos se habían reunido en Berlín para hacerse otros tatuajes, para entonces
el emigrado a Inglaterra ya tenía once en su cuerpo y sus hermanos cuatro. Esta
vez cada quien escogió un motivo distinto: George se tatuó los nombres de sus
hijos y Jerome el árbol genealógico de su familia, símbolos de integración y
pertenencia. El doceavo tatuaje de Kevin-Prince fue distinto: decidió llevar en
el cuello dos dados enormes.
Así lo vimos en Sudáfrica. El atribulado mediocampista que
repudió a Alemania y optó por la nación de su padre es un soldado de la
fortuna.
Origen de la especie, África es el futuro del futbol, aunque
hasta ahora se trata de una profecía incumplida.
Ghana llevó las ilusiones de un continente hasta cuartos de
final, en un duelo épico contra Uruguay. En el último segundo, Luis Suárez
salvó un gol de un manotazo, cuando el partido estaba empatado. El destino de
Uruguay y Ghana dependía de un penalti. Los dados parecían caer del lado
ghanés, pero no triunfó la lógica: el espléndido Asamoah Gyan erró por unos
centímetros y el partido se fue a la ruleta rusa de los penales. Dos minutos después,
Asamoah volvió a cobrar la pena máxima: lanzó un riflazo implacable y sumamente
doloroso, porque confirmaba que sabe disparar y no lo hizo cuando debía.
Uruguay ganó la tanda de penaltis. En el último disparo,
Sebastián, el Loco Abreu, reveló que la lógica del fútbol se parece al delirio:
lanzó un tiro flotadito que engañó al portero. Otro loco, el Boateng rebelde,
quedó fuera del Mundial.
Jerome jugó en la Premier League con el Manchester City y
Kevin-Prince en la Serie A con el Milán. 2011 fue un excelente año para ambos
clubes: el Manchester ganó la Copa inglesa, el torneo más antiguo del mundo, y
el Milán conquistó la liga, algo que no lograba desde la temporada 2003-04.
La historia de los Boateng es una metáfora de Berlín, la
ciudad dividida, y de las oposiciones que alimentan y a veces destruyen al
futbol.
Los hermanos se necesitan y rivalizan en dosis idénticas.
Empezaron en la Bundesliga, luego fueron a Inglaterra. Con el paso de
Kevin-Prince a Italia la competencia entre los hermanos perdió su simetría,
pero pronto volvieron a la misma liga: en 2011 Jerome fichó por el Bayern y un
año después Kevin-Prince no resistió la tentación de volver al país de su
hermano, donde se incorporó al Schalke 04.
Los enormes dados que el mayor de los dos lleva impresos en
el cuello sugieren que un condenado puede salvarse de la soga, pero no del
destino.
“Un golpe de dados no abolirá el azar”, escribió Mallarmé.
Mientras puedan tirar los dados, los Boateng desafiarán a la fortuna.
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