Carlos Bianchi
Por: Carlos Bianchi, ex técnico de Boca Juniors, ganó cuatro
Libertadores y tres intercontinentales
Vélez Sarsfield fue el equipo de toda mi vida, la única
camiseta que defendí en Argentina. Tras dos etapas como futbolista (1967-1973 y
1980-1984), en las que convertí más de 200 goles, volví en 1993 como DT. Al
llegar, mis palabras quizá sonaron presuntuosas: declaré que quería convertir a
Vélez en un club grande de verdad, porque no tenía historia internacional.
En mi primer torneo fuimos campeones locales y, al año
siguiente disputamos la Libertadores. Compartimos grupo con Boca y con los
brasileños Palmeiras y Cruzeiro. Éramos candidatos a quedar afuera, pero
pasamos. Después tuvimos que apelar dos veces a los penales (una increíble
frente al Junior de Barranquilla del Pibe Valderrama en semifinales), y en la
final nos tocó frente el super-San Pablo de Telé Santana, bicampeón de América
y del mundo. Ganamos de local y, en el Morumbí, nos metieron un gol y tuvimos
que aguantar. A mí me expulsaron y me quedé en el túnel, pero con una reja que
me impedía ver el campo. Le pedí entonces al periodista Gustavo Cima que me
prestara los auriculares para seguir los 20 minutos finales. También le pedí
que me prestara papel y lápiz para anotar los nombres de quienes debían patear
penales. Al terminar, se la di a mi ayudante, Ischia. Ganamos gracias a la
puntería de los nuestros y al portero, Chilavert. Ahí sí, me abrieron las
puertas y di la vuelta olímpica, mi primera en el Morumbí.
Para la final Intercontinental, en Tokio, no la tenía más
sencilla: enfrentábamos al Milán de Capello, que le había ganado 4-0 al Barcelona
de Cruyff la Copa de Europa. Jugaban Baresi y Maldini. Pero los suramericanos
siempre le dimos más valor a esa Copa que los europeos. Y la jugamos con
orgullo. El partido lo aguantamos al comienzo y luego tiramos pelotazos
cruzados. Así llegaron el penal para el 1-0 y el 2-0 del Turco Asad. Nunca
había disfrutado una alegría así. Era llevar al club de mis entrañas a lo más
alto. Y, además, lo pude disfrutar con mi padre, Amor, que viajó especialmente,
no lo repetiría ya que falleció en 1997.
Mi ciclo en Boca comenzó en 1998. El club apenas había
ganado un título local en 17 años. Y otra vez, conseguí el objetivo en el
primer intento: fuimos campeones invictos del Apertura 98. Seis meses después,
repetimos. Ese doblete nos llevó a la Libertadores del año 2000. Boca solo
había obtenido dos en su historia, en la década de los sesenta. En cuartos de
esa copa nos tocó River, el clásico. Perdimos 1-0 el primer partido y, para la
vuelta, me jugué una carta brava: poner a Martín Palermo, que ya tenía el alta
por una rotura de ligamentos, pero le faltaba ritmo. En la práctica posterior a
la derrota había metido dos goles, entonces le dije: "Es simple: te llevo
al banco y, cuando arranque el segundo tiempo, precalentás. Si te necesito,
entrás, porque estés bien o mal sos una preocupación para cualquiera".
Entonces el Tolo Gallego, técnico de River, declaró: "Si Bianchi pone a
Palermo, yo meto al Enzo". El Enzo era Francescoli, ídolo de River,
retirado dos años antes. Su representante también le llenó la cabeza a Martín
para que no jugara. Pero él entró con el partido 1-0 y terminamos 3-0, con un
gol suyo sobre la hora. Vino corriendo a abrazarme. Fue muy fuerte.
La final me llevó otra vez al Morumbí, esta vez con
Palmeiras. Empatamos 2-2 de local y la gente nos daba por muertos. Aproveché
unas declaraciones de Scolari, entonces técnico del Palmeiras, en las que
afirmaba que se sentía campeón: hice 50 fotocopias y las mandé a pegar en el
vestuario. Terminamos 0-0, fuimos a los penales y mandé otra vez a mi ayudante,
Ischia, con un papelito que indicaba para qué lado pateaba cada jugador. Se fue
detrás del arco y, mientras el elástico Oscar Córdoba se sacaba el barro de los
botines contra en palo, le cantaba a dónde volar. Boca volvió a ser campeón de
América tras 22 años.
La frutilla la pusimos en Japón nuevamente, pero sin necesidad de penales. El
rival era el Real Madrid de Casillas, Raúl, Figo y Roberto Carlos, dirigidos
por Del Bosque. A los cinco minutos ganábamos 2-0 con goles de Palermo. Cuando
descontó Roberto Carlos, quedaba un partido casi entero por delante. Al final,
festejamos otra vez, en parte porque Riquelme las hizo todas: aguantó el balón
hasta con tres rivales encima.
Para la Libertadores 2001, le repetí al grupo una de mis
frases de cabecera: "Llegar es fácil, confirmar es difícil". Una de
las grandes suertes para un técnico es encontrar un plantel que lo escuche,
inteligente, ganador. De esa Copa recuerdo que bailamos al Vasco da Gama de
Romario y que en semifinales se repitió la misma situación del año 2000:
empatamos 2-2 con Palmeiras. Ya en su cancha, me tiraron una lata de cerveza
que me dio en la cabeza. Entonces vi el segundo tiempo desde una cabina arriba,
y dirigí usando radioteléfono. Fuimos a los penales y, como Ischia ya era
conocido, mandé a un utilero detrás del arco para darle la información a
Córdoba.
La final fue con Cruz Azul: ganamos 1-0 en el Azteca, perdimos 1-0 en casa y
otra vez nos sonrieron los penales. Fue la única de las cinco copas
conquistadas con Boca que obtuvimos en casa. Regresamos a Tokio para jugar con
el Bayern Munich. Era la final más sencilla de todas y la perdimos. Ya no sirve
llorar, pero prefiero no acordarme del árbitro Nielsen. Poco después, finalizó
mi primer ciclo en el club.
Un año más tarde, empecé mi segunda etapa con Boca y
logramos la triple corona de América. Carlos Tévez fue clave. Tuvimos un
arranque con altibajos y en la ida de octavos de final recibimos un golpe duro:
nos ganó 1-0 el Paysandú en la Bombonera. O sea que debimos ir a Belén: 17
horas de viaje, húmedad terrible, una cancha con lechugas en vez de césped. Ese
día Guillermo Barros Schelotto metió tres goles, ganamos 4-2 y pasamos derecho.
Fue la primera de siete victorias consecutivas. La Copa la coronamos ganándole
3-1 al Santos de Robinho en mí querido Morumbí. Increíble, ¿no? Allí levanté
tres Libertadores. Se ve que el aire brasileño me sienta bien.
Nos faltaba cerrar con la Intercontinental. Para variar, un equipo de estirpe:
el Milán de Ancelotti, y de Kaká, Pirlo, Shevchenko... Seguro no se habían
olvidado de aquella derrota con Vélez. Nos metieron un gol en la primera parte
y por suerte pudimos empatar a los cinco minutos, si no se nos complicaba. Y
otra vez los penales nos dieron la copa, aunque esta vez no pude mandar a nadie
y el que atajó fue el Pato Abbondanzieri. Ahí conseguí otro récord, que lo
comparto con Pep Guardiola: tres copas Intercontinentales, o mundial de clubes,
como se conoce hoy.
Muchos han dicho que yo tengo el celular de Dios, una manera
de asignarme suerte en las conquistas. Uno debe tener suerte, es cierto, pero
eso de que Dios está con uno... A mí se me murieron mis padres y mis suegros y
no tuve la suerte de estar cerca de ellos en esos momentos. Entonces, si uno
tiene a Jesús al lado, no lo pide para un partido, lo pide para cosas más
importantes. El que lo pide para ganar en el fútbol quiere decir que no cree
mucho en Jesús.
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