Por: Juan Villoro.
La imaginación suele ser desafiada por goles fantasma.
¿Entró la pelota en la portería o botó en la línea para huir del arco? En casos
de alta indefinición, nuestras preferencias resuelven lo que los ojos no
pudieron ver.
El pasado 18 de abril Lionel Messi, delantero del Barcelona,
produjo una nueva clase de gol fantasmagórico: la copia de una anotación que
parecía irrepetible. Veintiún años después de que Maradona burlara a media
docena de ingleses en el Mundial de México,
El gol de Messi permite pensar en el extraño arte del
copista. El escritor argentino Juan Sasturain comparó al delantero con Pierre
Menard, el personaje de Borges que dedicó su vida a calcar el Quijote palabra
por palabra. Con desafiante ironía, Borges presenta a un tarado que sin embargo
tiene un sesgo genial, pues obliga a que “su” Quijote no sea leído como una
obra renacentista sino contemporánea. El contexto define el sentido del arte.
Borges se burla de las exageradas interpretaciones de los críticos, pero
también plantea la posibilidad de que alguien sea original como segundo autor
de una obra. Tal fue el caso de Duchamp con la Mona Lisa de Leonardo. Un buen
día le pintó bigotes para desacralizar la imagen clásica. Luego le quitó los
bigotes y el cuadro quedó como siempre, sólo que ahora se trataba de una Mona
Lisa “afeitada”.
El gol de Messi expresa de manera sencilla y contundente la
capacidad creativa de un imitador. Su jugada fue un prodigio que a nadie se le
ocurrió considerar original. Al respecto escribe Sasturain: “En estos tiempos
de fútbol mecanizado y jugadas preconcebidas con ejecutores obedientes, no es
demasiado raro que se vean goles iguales a otros -hay infinidad de casos en que
se repiten calcados circunstancias y desempeños-; lo extraordinario del caso es
que, precisamente, lo que se veía mágicamente repetido era lo -por definición-
irrepetible, lo excepcional: el mejor gol de la historia. El de Messi no era ni
mejor ni peor: era, de un modo inquietante, igual”. Al modo de Pierre Menard,
Messi fue autor una obra maestra que ya existía.
Hasta ese momento el gol de Diego tenía una forma casi
abusiva de ser el mejor de todos. El capitán argentino se singularizó de manera
histórica en un Mundial, ante una escuadra de enorme jerarquía. Nunca antes ni
después un jugador gravitó tanto en el ánimo de los suyos. En 1986 Maradona
dejó la impresión de que bastaba darle la pelota para que hiciera campeón a su
equipo. El Negro Enrique, que le cedió el balón en medio campo, resumió la
“diegodependencia” con picardía de barrio: “¿Viste qué pase de gol te puse?”
Aquella jugada de trámite en el centro de la cancha había sido, en efecto, un
pase de gol para el desaforado 10 de Argentina.
Como al futbol le gusta perfeccionar mitologías, el tanto
legítimo de Maradona fue acompañado del que anotó con el puño y rebautizó como
“la mano de Dios”. Diego selló la historia del futbol con la dualidad o
duplicidad de su talento: durante 90 minutos de verano fue Jekyll y Hyde ante
Inglaterra.
La versión de Messi de la misma jugada desconcierta como un milagro: el mejor
gol son dos. Aunque el de Diego tiene mayor importancia por haber ocurrido en
un Mundial, el de Messi reproduce la proeza segundo a segundo sin adelgazarla
en lo más mínimo, cumpliendo con los requisitos del copista y del aparecido (en
este caso lo fantasmal no consistió en perder de vista la jugada, sino en verla
demasiado).
Tal vez lo más asombroso fue, como sugiere Jorge Valdano, no sólo la ávida
reiteración de Messi, sino que el destino le propusiera los mismos obstáculos.
Veintiún años después los defensas se esforzaron en los mismos lugares de la
cancha con pulcritud de seres hipnotizados en favor de una buena causa. Nadie
frenó el portento con una artera zancadilla.
Lo extraordinario despierta suspicacias en un mundo imperfecto y no faltan
quienes opinen que los goles de Maradona y Messi podrían haber sido evitados
con el sencillo recurso de la fuerza bruta. Pero este argumento cojea como si
lo hubieran pateado. La veloz carrera con el balón junto al pie, practicando
quiebres de escapista, sólo se hubiera impedido con un desfiguro mayúsculo, un
lance de lucha libre digno de un rubor que hubiera cristalizado en tarjeta roja.
Cuando Víctor Hugo Morales, impar cronista uruguayo, narró
ante los micrófonos el gol de Diego en el Estadio Azteca, buscó una metáfora
para condensar la escena y le gritó al delantero: “¡Barrilete cósmico! ¿De qué
planeta viniste?” Aquello parecía el abuso de un marciano ante meros
terrícolas. La jugada cristalizó en la memoria como lo inaudito -el gol
extraterrestre- que no volveríamos a ver.
En cambio, el episodio protagonizado por Messi no sugirió a un ser de otra
galaxia. Los locutores dijeron: “Maradona”. La imposible imitación había
ocurrido.
La única diferencia significativa entre los dos goles es que Diego anotó de
zurda y Lionel de derecha. El asombro superior de la jugada proviene de su
condición de espejo. Durante 11 segundos, guiado por el impulso anotador, Messi
no podía saber que imitaba el complicado tanto de Maradona; actuaba con la
espontaneidad de un doble: el otro era el mismo. Al disparar, anotó dos veces,
en la cancha del Barcelona y en el recuerdo de los hinchas deslumbrados por el
gol de Maradona.
1986, 2007. Ésas son las fechas. Lo raro, lo fascinante, es que ninguno de los
dos goles desmerece en la comparación. El primero se refuerza como profecía del
que vendrá, el segundo como cita clásica.
En el mundo de la acción no existe el plagio ni
el derecho de autor. El gol de Messi sólo puede ser virtuoso. Convirtió al
futbol en la incalculable actividad donde lo único ocurre dos veces.
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