Fue entonces cuando empezó, verdaderamente, la vida sin él. Sin él y sin las
hazañas de Independiente. Pasó un año. Pasaron dos. Pasaron tres. Independiente
navegó por temporadas olvidables. Mi hermano, hincha fanático de River Plate,
empezó a llevarme con él a la cancha. No sé si por acompañarme la soledad o por
acercarme a sus propios amores, pero domingo por medio me llevaba. Lindo
programa. En River jugaba Kempes, jugaba Alonso, atajaba Fillol. Lo dirigía Di
Stéfano. El Monumental era un estadio hermoso. Tenía un “tablero electrónico”
en el que se leía el resultado y el tiempo de juego y a mí se me antojaba una
maravilla tecnológica. En los ratos vacíos me quedaba extasiado mirando esos
arcos en los que habían entrado los goles de la final del campeonato del mundo.
Hasta me di el lujo de ver a Diego Maradona, con la camiseta de Boca, en un
clásico tenso y aburrido de 1981 que terminó empatado.
Una vez al año veía a Independiente. Las camisetas rojas, las banderas color
sangre en la tribuna de enfrente. Supongo que seguía siendo del Rojo. Pero lo
“supongo” porque en esos años inciertos yo era pocas cosas y lo era de un modo
gris y desvaído. Independiente sin mi viejo era menos Independiente. Era esa
presencia fugaz una vez por año. Eran recortes de diarios que de vez en cuando
sacaba de un cajón, cada vez más amarillentos.
Y de repente, en 1982, Independiente pareció despertar. Se armó mejor. Empezó a
ganar partidos. Mientras la Dictadura Militar agonizaba, mientras perdíamos en
Malvinas, Independiente ganaba y disputaba mano a mano el campeonato. Un poco
arriba, un poco abajo del Estudiantes de La Plata que proyectaría a Bilardo al
reconocimiento y a la selección nacional. Los domingos no solo era ver a River.
También era escuchar la radio y cruzar los dedos. Por culpa del Mundial de
España, o porque sí, el torneo se estiró hasta los primeros meses de 1983. ¿Y
si era la resurrección? ¿La de Independiente? ¿La de mi infancia? Una campaña
impresionante. Diecinueve partidos ganados. El equipo más goleador. Y sin
embargo salió segundo. Por dos puntos. El campeón fue, nomás, Estudiantes de La
Plata. Y mis ilusiones se desinflaron. Mejor no volver a creer, me dije.
Pero fracasé en mis planes. Porque unas semanas después empezó el Torneo
Nacional de 1983. E Independiente arrancó, otra vez, ganando. Pasó la primera
fase. La segunda. Octavos de final. Cuartos. Semifinal. Y en la final, otra vez
Estudiantes. ¡Algo debía querer decir todo aquello! La paciencia tenía su
premio. La perseverancia daba resultado. Por algo había seguido siendo fiel al
Rojo. Para esto. Para salir campeón otra vez. Para enderezarme la suerte y
desempolvar los recuerdos.
La primera final fue con derrota. Como visitantes perdimos dos a cero. Mal
resultado. Pero mi viejo me había enseñado que para Independiente, en nuestra
casa, en Avellaneda, no existían los imposibles. Si había que ganar, ganábamos.
Si había que hacer dos, tres goles, los hacíamos. Me había criado con ese
mantra. Y si papá no estaba ahí para decírmelo, me tocaría a mí remedarlo.
La noche del 10 de junio de 1983 me encerré en mi habitación, me acosté en la
cama a oscuras y me pegué la radio portátil a la oreja. No cualquier radio. La
radio de mi padre. La radio en la que habíamos escuchado cómo Independiente
ganaba la Copa Libertadores de América cuatro veces consecutivas. Cuatro.
Consecutivas.
Los lectores de SoHo estarán esperando el envión final de este relato. Ese momento
culminante en el que Independiente mete uno, mete dos, mete tres goles. El
instante feliz en el que yo salto alborozado al encuentro del campeonato y de
mis fantasmas.
Lamento tener que cambiar esa imagen por la verdad, que a veces se empeña en
ser mucho menos cinematográfica. Independiente ganó. Pero lo hizo 2 a 1 y, por
lo tanto, no fue suficiente. Meses atrás había perdido el campeonato por dos
puntos. Ahora lo perdía por un gol. Nada era verdad. Nada era cierto. Nada era
mío.
Ya no recuerdo por qué, pero estaba solo en la casa. Fui al comedor y encendí
el televisor. En esa época los partidos los daban en diferido, con una hora de
distancia de su horario verdadero. En la radio el partido había terminado y
Estudiantes festejaba. En el televisor Independiente ganaba dos a uno y atacaba
por todos lados buscando el resquicio para la hazaña.
Fue entonces cuando empecé a llorar. Lágrimas gordas, densas, silenciosas. No
lo tuve en cuenta entonces, pero llevaba casi cinco años sin llorar. No lloraba
desde el día de 1978 en que había muerto mi padre. Ahora, frente al televisor,
no solo lloraba. Torpe, inútilmente, seguía esperando que Independiente
convirtiera, en la pantalla, el gol que se le había negado por la radio. Un
milagro para mí, eso estaba esperando. Un milagro a mi medida. Un milagro a la
medida del héroe que había perdido. En esas estaba cuando llegó mi hermano. Me
vio ahí, sentado frente al televisor, viendo un partido que en el mundo real ya
había terminado hacía rato. Me vio llorar callado. Respetó mi silencio y siguió
de largo.
Creo que esa noche, en medio de esas lágrimas, terminé de hacerme hincha de
Independiente para siempre. Ahí. En la derrota. Sin escape y sin fisuras. En la
casa sola. En esas imágenes póstumas que no podían cambiar la historia.
Mientras esos pobres jugadores de camisetas gris oscuro (ese era el rojo de mi
equipo en la televisión blanco y negro) buscaban con gambetas, con pases, con
centros y con angustia el gol que hiciera sonreír al destino.
Podría quedarme, al final de esta narración, con todo lo que hizo
Independiente, después, en ese mismo año y en el siguiente. Campeonato local,
Libertadores, Intercontinental. Pero no me interesa. Hoy no. Hoy prefiero
quedarme con ese chico que fui, con esa radio abandonada y con ese televisor
inútil.
A veces me preguntan por qué quiero tanto a Independiente. En general no
respondo. Pero si cabe dejar alguna respuesta por escrito, puedo decir que lo
quiero así porque le debo un montón de cosas. Para empezar, o para terminar, le
debo esas lágrimas con las que empecé, por fin, a ajustarle cuentas a la puta
muerte y sus derrotas.
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